El último pago
“Al que depositó dólares se le devolverán dólares y al que depositó pesos se le devolverán pesos”, había dicho el entonces presidente Eduardo Duhalde. Esa frase fue pronunciada a poco de asumir su cargo, luego de la declaración de default del brevísimo gobierno de Adolfo Rodríguez Saá, producto de la crisis del régimen de convertibilidad y del “corralito” instaurado por el presidente Fernando de la Rúa el 1º de diciembre de 2001. Pero ello no fue así: lo que había prometido Duhalde resultaba en principio imposible, dado que el Banco Central de la República Argentina (BCRA) no podía emitir dólares ni conseguirlos mediante emisión de deuda.
El establecimiento del “corralón”, el 10 de enero de 2002, fue un primer paso para intentar resolver el problema. Éste consistió en la reprogramación de las fechas de devolución de los depósitos a plazo fijo. Según estuvieran denominados en pesos o dólares, esos depósitos pasarían a reintegrarse a partir de marzo de 2002 o enero de 2003, respectivamente. Así se inmovilizó la mayor parte de los depósitos en dólares, lo cual fue acompañado con una propuesta de canje voluntaria de los mismos por bonos, entre los cuales estaba el Boden 2012 que termina de pagarse ahora, el próximo 3 de agosto. El nuevo Plan ofrecía un menú de tres bonos diferentes, dos en dólares y uno en pesos. La oferta que el gobierno realizaba en conjunto con la conversión de las deudas de dólares a pesos comenzaba a delinear lo que luego se llamó la pesificación asimétrica: deudas en dólares pagadas 1 a 1 en pesos y depósitos en dólares reconocidos a un tipo de cambio mayor que el vigente en la convertibilidad: 1,40.
Esta historia fue la última consecuencia de las políticas neoliberales basadas en el endeudamiento externo que llevaron a la crisis del 2001-2002 y luego al default.
El origen de la crisis
Todo comenzó a fines de 1989, durante el gobierno de Carlos Saúl Menem, como consecuencia de una nueva ola hiperinflacionaria, producto de una drástica devaluación y del descontrol económico existentes. Esto dio lugar a la implementación, en enero de 1990, de un primer “corralito” que afectó los depósitos de los ahorristas mediante el Plan Bonex, durante el ministerio de Erman González, del que pocos se acuerdan hoy. En aquel momento, luego de un pequeño reintegro en efectivo, esos depósitos y los títulos de la deuda interna del Estado se convirtieron en un bono denominado en dólares a ser devuelto en diez años. La dura “punción monetaria” implicó una importante pérdida para los depositantes, redujo la oferta de dinero y provocó una recesión. Otros planes sucesivos buscaron sanear las finanzas públicas preparando la etapa posterior que estaba por venir, con la asunción de Domingo Cavallo como ministro de Economía, en enero de 1991. Las brevas estaban maduras para un plan antiinflacionario que respondiera a las características de la nueva ortodoxia neoliberal.
Se instauró así el Régimen de Convertibilidad, aprobado por ley del Congreso el 1º de abril de 1991, con una devaluación de arrastre del 40%. El Banco Central fue autorizado a cambiar la denominación del signo monetario desde enero de 1992, cuando se estableció el peso como moneda de curso legal, equivalente a 10.000 australes, y se fijó el tipo de cambio de 1 peso por dólar. Ese mismo año, se modificó la Carta Orgánica del Banco Central en función de un esquema económico parecido al de la etapa previa al proceso de industrialización y al de su misma creación como institución monetaria. El BCRA se convirtió en una mera Caja de Conversión, quedando anulada toda posibilidad de realizar una política monetaria activa para suavizar las fluctuaciones económicas. Por el contrario, ante las frecuentes crisis de los mercados externos –que en los años 90 fueron muchas, y resintieron la producción y el empleo en la Argentina–, el Banco Central sólo actuaba en salvaguarda del sistema financiero a pesar de los elevadísimos índices de desempleo, las quiebras y la caída de la producción.
Con el régimen de convertibilidad, el tipo de cambio fijo correspondía a una dura regla de política cambiaria, donde la emisión monetaria debía tener un total respaldo en dólares mientras el BCRA no podía legalmente emitir dinero para financiar, vía redescuentos, a los bancos privados u otorgar préstamos al gobierno. De este modo renunciaba a la creación de dinero doméstico y toda venta de reservas implicaba una absorción de moneda nacional.
Al igual que en épocas de la “tablita” de Martínez de Hoz, la apertura comercial y la liberalización de los flujos de capital acompañaban estas medidas. El tipo de cambio se convertía entonces en el ancla del sistema de precios. La creación y absorción de dinero quedaban limitadas al ingreso o egreso de divisas, lo que transformaba la oferta monetaria en una variable exógena, no controlada por la política económica. La decisión de privatizar empresas públicas como forma de cancelar parte de la deuda externa, más la reestructuración de las empresas privatizadas, generaron un creciente desempleo, que en pocos años trepó en más de 10 puntos, acercándose al 20%.
En un esquema así, con apertura irrestricta de los mercados y retraso cambiario, la única forma de controlar el déficit externo y el déficit fiscal era aplicando políticas recesivas y de ajuste, a la espera de un milagroso flujo de capitales que pudiera compensar esa situación. Se trataba de una economía que crecía sólo con el endeudamiento externo, como sucedió unos pocos años hasta la crisis mexicana de 1995.
En verdad el ciclo económico funcionaba de la siguiente manera. Los períodos de expansión se asociaban a un ingreso de divisas desde el exterior, que permitían sostener el déficit comercial que se generaba por la sobrevaluación del peso. Cuando los flujos de capital se interrumpían, el ciclo entraba en su fase depresiva y el ajuste recesivo equilibraba paulatinamente las cuentas externas. Sin embargo, la recesión disminuía los ingresos públicos y originaba una crisis fiscal que, al ser combatida con recortes en los gastos, profundizaba esa recesión sin disminuir la brecha. Esto se debía al peso creciente de los servicios de la deuda que se incrementaban exponencialmente, aun cuando se transfirieran sumas enormes de pagos al exterior.
Después de casi una década de mantenimiento del tipo de cambio fijo, en el marco de una amplia liberalización financiera, desregulación económica y apertura comercial, la demanda agregada estaba deprimida, la sobrevaluación cambiaria inhibía el crecimiento de las exportaciones y los elevados niveles de desempleo limitaban la revitalización del consumo, mientras que la crisis del endeudamiento externo amenazaba al régimen de convertibilidad y subordinaba toda política económica tendiente a reparar sus efectos negativos.
Liberalización y endeudamiento
El gobierno nacional tomó créditos en el exterior no sólo para financiar su propio desequilibrio financiero, sino para acumular reservas y compensar el déficit externo del sector privado. Esto permitía prolongar la vida del régimen, aunque a costa de levantar una pesada hipoteca hacia el futuro. El incremento sostenido del nivel de reservas era fundamental para el crecimiento de la economía, pues de él dependía el comportamiento de la oferta monetaria y del crédito, y por tanto la evolución de la demanda pública y privada. Este mecanismo implicaba que la actividad interna estuviera estrechamente ligada a la posición financiera exterior de la economía nacional, a través del nivel de reservas, que determinaban la base monetaria.
Esta lógica se reproducía y agravaba porque los ingresos de divisas gestionados por el Estado eran rápidamente fugados por el sector privado, que reducía sus pasivos y aumentaba sus activos en el exterior a costa de un aumento colosal de la deuda externa pública. La disminución de la liquidez elevaba las tasas de interés y, por esa vía, afectaba nuevamente los niveles de actividad económica. El achicamiento del consumo y, sobre todo, de la inversión, repercutía negativamente sobre el nivel de importaciones. Aún así, el superávit de la balanza comercial era insuficiente para contrarrestar el pago de intereses y el considerable incremento en la remisión de dividendos.
El régimen de tipo de cambio fijo se puso en jaque finalmente en el año 2001, con el gobierno de Fernando de la Rúa, en coincidencia con el regreso de Cavallo al ministerio de Economía, cuando ya se constataba una permanente caída en las reservas internacionales del país, que constituían los activos que debían respaldar prácticamente el 100% de la base monetaria en pesos. La fuga de capitales del sector privado no financiero fue en ese año de 30 mil millones de dólares.
En este contexto, el sábado 1º de diciembre, el gobierno decidió una serie de medidas que entraron en vigencia el lunes 3 del mismo mes. Las principales disposiciones de lo que se conocería como el “corralito” fueron:
1) Por cada cuenta bancaria sólo era posible retirar hasta 1.000 pesos o dólares en efectivo por mes, a razón de 250 pesos a la semana. El resto se podía extraer con cheques o tarjeta de débito o crédito.
2) Los retiros de dinero podían ser en pesos o en dólares, según decidiera el titular de la cuenta. Los bancos no debían cobrar comisión ni tampoco modificar el tipo de cambio, que fue ratificado en el 1 a 1.
3) Las extracciones eran acumulativas: si se sacaba menos de 250 pesos por semana, podían compensarse en el transcurso del mes.
4) Los cheques de terceros debían depositarse ya que no se podrían cobrar más en ventanilla.
5) Quienes viajaran al exterior no podrían llevar, por cada persona mayor de edad, más de 1.000 dólares en efectivo.
6) Quedaban prohibidas las transferencias de divisas al exterior, con excepción de las que correspondían a operaciones de comercio exterior, al pago de gastos o retiros que se realizaban –fuera del país– a través de tarjetas de crédito o débito emitidas en la Argentina.
El objetivo perseguido con estas medidas no llegó a buen puerto. El peso continuaba sobrevaluado, la recesión no mostraba signos de revertirse y la situación social se agravaba día a día. La política económica basada en el endeudamiento externo y la liberalización de todas las variables económicas salvo una, el tipo de cambio, quedaba encerrada en los límites de un nuevo “corralito”. El esquema de la convertibilidad resultó un simple espejismo basado en falsas premisas: la Argentina no es Estados Unidos ni emite dólares y terminó con una crisis formidable, de la cual el pago de la última cuota del Boden 2012 es una de sus lejanas instancias en el tiempo.
La desdolarización total de la economía resulta, sin embargo, una cuenta pendiente para evitar caer en este tipo de trampas, cuyas consecuencias son la fuga de capitales o la tenencia de una moneda que no nos pertenece como refugio de valor. La inflación no se combate proponiendo una paridad que no existe entre dos monedas dispares. El actual caso de la crisis del Euro, que en parte se parece a la crisis argentina de 2001-2002, reafirma estos conceptos.
* Economista e historiador.
© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur