EXPLORADOR ESPAÑA

Las Españas que no quieren serlo

Por Juan Antonio Blay*
El proceso soberanista en Cataluña ha generado una dinámica sociopolítica sin retorno que pone otra vez en primer plano la cuestión nacionalista y desata pasiones que se creían desterradas. En Euskadi el proceso dormita tras el fin del terrorismo etarra, pero puede despertar con fuerza en cualquier momento. La pregunta ¿qué es España? tiene una respuesta cada vez más compleja.
© Jordi Boixareu / NurPhoto / Corbis / Latinstock

Los partidarios de la independencia de Cataluña han ganado las elecciones autonómicas del 27 de septiembre de 2015, pero con polémica: tienen la mayoría absoluta de escaños en el Parlament, 72 de 135 asientos, y enfrente hay una mayoría absoluta de sufragios, el 51,72%, alcanzada por los contrarios. El veredicto de las urnas no zanja el conflicto, que corre el riesgo de enquistarse en un callejón sin salida. Una situación que no es exclusiva de Cataluña.

El fenómeno nacionalista en España –denominación sustituida a menudo por Estado español– no surge de súbito; ni mucho menos. Es más, se considera consustancial a la esencia de lo que es España. “El problema está en la educación que se imparte. Nunca se ha querido explicar en las escuelas qué es lo que se conoce como España”, sostiene Francesc Burguera (Sueca, Valencia, 1928), un político liberal, diputado de UCD en la Legislatura Constituyente (1977-1979) y uno de los que no firmó la Carta Magna de 1978. Fundó luego el Partit Nacionalista del País Valencià (PNPV) y arruinó su patrimonio de burgués agrario al fracasar en las urnas.

Todo un paradigma. Desde las primeras elecciones democráticas en 1977 tras la muerte de Franco siempre ha habido papeletas de opciones nacionalistas/regionalistas ante los electores en la mayoría de las circunscripciones, no solo en las nacionalidades históricas de Cataluña, País Vasco y Galicia. El Congreso de los Diputados ha recibido en todas sus legislaturas a parlamentarios de estos partidos; en la que está a punto de acabar hay 39, de un total de 350, pertenecientes a diez partidos no estatales. Y en los Parlamentos de las 17 comunidades autónomas, salvo Madrid, Castilla-La Mancha y Murcia, también los hay.
Incluso gobiernan ahora en Cataluña, País Vasco, Canarias, Cantabria, Navarra, Comunitat Valenciana, Aragón y Baleares.

Una antigua historia

El sentir nacionalista que culmina con el proceso soberanista en Cataluña tiene raíces ancladas hace siglos. Para unos, la personalidad catalana tiene 1.000 años. Para muchos, el origen de los males nace de la derrota en la guerra de Sucesión a la Corona española (1701-1715) del Archiduque Carlos, apoyado por Cataluña y la antigua corona de Aragón, frente a Felipe V de Borbón. Los Decretos de Nueva Planta de este rey eliminaron en esos territorios las instituciones y normas propias, imponiendo las de Castilla. La Diada –día “nacional” de Cataluña– conmemora la capitulación de Barcelona el 11 de septiembre de 1714 en esa contienda.

Desde hace años, en el Camp Nou, estadio del club Barcelona con capacidad para casi cien mil almas, cuando llega el minuto 17 con 14 segundos se grita ìn-de-pen-dèn-cia. No en vano se dice que el Barça es más que un club.

El nacionalismo moderno surge a finales del siglo XIX dentro de una burguesía enriquecida gracias a la industrialización del sector textil y del comercio. Fue una clase ilustrada, con influencia francesa y británica, que estimuló la creación intelectual y artística. La primera reivindicación fue el “Memorial de Greuges” –agravios– dirigido al rey Alfonso XII en 1885; al mismo tiempo se asumían símbolos de identidad: la senyera –bandera– de las cuatro barras rojas que se atribuye a Guifrè el Pilós (840-897), primer conde de Barcelona; el baile de la sardana; los patronos Sant Jordi y la Virgen de Montserrat y, sobre todo, la lengua catalana como estandarte del catalanismo social, cultural y político. El movimiento renaixença –renacimiento– culminó en las Bases de Manresa (1892), esbozo de Constitución dentro de una España federal. Fue el bautismo del catalanismo.

La Lliga, un partido conservador, representó el catalanismo en Madrid hasta la llegada de la Segunda República, en 1931. En ese momento el nacionalismo tomó fuerza con Esquerra Republicana de Catalunya (ERC), partido de izquierdas que reclamaba la independencia de Cataluña y que dominó la escena política catalana hasta el final de la Guerra Civil (1936-1939). Durante la República se aprobó en 1932 el primer Estatut de autonomía que restauraba la Generalitat como órgano de autogobierno con Parlamento propio. La radicalización política de esos años dio pie a la proclamación del Estat Catalá por parte de Lluis Companys, presidente de la Generalitat (ERC), en 1934. Fue encarcelado y se suspendió el régimen autonómico, pero la victoria del Frente Popular en febrero de 1936 lo amnistió y repuso la Generalitat. Tras la Guerra Civil, la dictadura franquista fusiló a Companys, convirtiéndose en un símbolo para el catalanismo, y eliminó la Generalitat, prohibió el catalán y reprimió todo referente identitario.

“¡Ciutadans de Catalunya, ja sòc aquí!”. La expresión, ya histórica, la pronunció Josep Tarradellas, presidente de la Generalitat en el exilio, el 23 de septiembre de 1977 desde el Palau de la Generalitat ante una multitud reunida en la Plaça de Sant Jaume de Barcelona, corazón del catalanismo. En una hábil operación, el presidente del Gobierno Adolfo Suárez legalizó la Generalitat y llamó a Tarradellas para presidirla. En los inicios de la etapa democrática existió mucho temor en Madrid a la deriva que pudiese tomar el nacionalismo catalán. Así, en 1979 se aprobó un nuevo Estatut de autonomía y se celebraron las primeras elecciones que ganó Jordi Pujol al frente de una coalición nacionalista y conservadora, Convergència i Unió (CiU). La era Pujol se prolongó 23 años y supuso la institucionalización del nacionalismo. El catalán se convirtió en el protagonista en las instituciones y en la sociedad, desde la escuela hasta la rotulación callejera. Y la televisión autonómica TV3 –297,5 millones de euros de presupuesto en 2015– fue encargada de reafirmar la “normalización de la lengua propia”, un proceso que apenas ha suscitado protestas puntuales. La Generalitat, con un presupuesto de 29.451 millones de euros para este año, tiene competencias superiores a las de un lander alemán, con policía propia, educación, sanidad y servicios sociales. Pero no dispone de Hacienda propia, su gran frustración.

En ese contexto, Pujol, un personaje endiosado por el catalanismo y un referente en la política española hasta su caída el pasado año tras confesar un fraude fiscal, elaboró una estrategia que dio buenos réditos a su gestión: para defender Cataluña hay que influir en Madrid. El grupo de CiU en el Congreso siempre ha sido un fiel compañero del poder establecido, además de un efectivo lobby para los más diversos intereses. Fue aliado del presidente Felipe González y luego socio necesario para que José María Aznar lograse presidir el Gobierno en 1996 tras la victoria relativa del PP. Con la llegada al poder del socialista Rodríguez Zapatero, en 2004, CiU mantuvo su “noviazgo” con Madrid, pero para entonces el “pujolismo” había perdido la Generalitat un año antes.

Un “tripartito” progresista encabezado por los socialistas junto a ERC y los verdes, con Pasqual Maragall –alcalde de la Barcelona olímpica en 1992– como presidente de la Generalitat, supuso en 2003 una ruptura ideológica con el “pujolismo”. Pero las “señas” de identidad del catalanismo se mantuvieron. Zapatero y Maragall pactaron un nuevo Estatut, que salió adelante con la oposición del PP. El nuevo texto define a Cataluña como “nación” y fue refrendado por los catalanes en 2006 en medio de una fuerte ofensiva política y mediática encabezada por Mariano Rajoy, actual presidente del Gobierno, al grito de “España se rompe”: se pidió el boicot a productos catalanes, se recogieron en la calle miles de firmas en su contra y como colofón se presentó un recurso ante el Tribunal Constitucional (TC).

El soberanismo recibió un gran impulso cuatro años más tarde cuando el TC sentenció como inconstitucionales 14 artículos recurridos. Desde Cataluña se sintió como una afrenta irreparable. Días después centenares de miles de personas se manifestaron en Barcelona al grito de “som una nació; nosaltres decidim” –“somos una nación; nosotros decidimos”–. Fue la primera de varias manifestaciones con millones de personas en las calles. La fractura estaba servida. A finales de 2010 el “tripartito” fue derrotado y Artur Mas, líder de CiU, recuperó la Generalitat exigiendo una nueva financiación. Y en plena crisis económica, rodeado por la corrupción de su partido y tras sufrir un correctivo en unos nuevos comicios en 2012, la apuesta de Mas, a la que se sumaron ERC, la mayoría de los municipios catalanes y colectivos cívicos, no fue otra que apostar por la independencia. La convocatoria de un referéndum, al calor del celebrado en Escocia, fue declarada ilegal desde Madrid en medio de polémicas de antología. Con todo, el 9 de noviembre de 2014 se celebró un simulacro de consulta: acudieron a las urnas más de 2,3 millones de votantes, un 37% del censo. El 81% marcó “Sí” a las dos preguntas: ¿Quiere que Cataluña sea un Estado?, ¿Quiere que sea un Estado independiente?

La “cuestión vasca”

 El nacionalismo vasco hunde sus raíces en la noche de los tiempos, pero su aparición política también data de finales del siglo XIX. Con una peculiaridad: desde el Medioevo, los “fueros” –régimen administrativo-financiero propio– han sido un referente que ha marcado su sentido identitario hasta hoy. La creación del Partido Nacionalista Vasco (PNV) en 1895 y la personalidad de su fundador, Sabino Arana Goiri (1865-1903) constituyeron el referente político y el armazón ideológico para sustentar el sentimiento nacionalista y el independentismo en amplias capas de la sociedad del País Vasco/Euskadi y de Navarra. Arana impregnó sus tesis de un fuerte antiespañolismo, basándose en la singularidad de la raza vasca –se le acusó de racista–, los fueros y un catolicismo a ultranza bajo el lema Jaungoikoa Eta Lagizarrak (Dios y Leyes Viejas) para defender un Estado nuevo con Euskadi, Navarra y los territorios de Lapurdi, Zuberoa y Nafarroa Beherea, en Francia. La lengua autóctona, el euskera, tuvo entonces un papel secundario.

También al acabar el siglo XIX se desarrolló en el País Vasco un potente sector industrial para transformar el hierro de sus minas en acero mediante altos hornos situados en la ría de Bilbao, junto a los astilleros que garantizaban medios para la exportación de hierro y acero. Decenas de miles de emigrantes llegaron a Vizcaya y otras zonas vascas a principios del siglo XX y ese fenómeno le sirvió a Arana para alentar el fervor nacionalista en defensa de lo vasco. Su ideario conservador atrajo a la burguesía industrial, preocupada por el creciente movimiento obrero integrado por maketos (término despectivo hacia los inmigrantes). No obstante, el PNV tuvo una escasa relevancia política incluso durante la Segunda República, aunque, dotado de un pragmatismo que ha mantenido hasta la actualidad, logró que se aprobase un Estatuto de autonomía que entró en vigor iniciada ya la Guerra Civil. Tras la contienda, el franquismo reprimió toda referencia a la identidad vasca, incluido el euskera.

La “cuestión vasca”, expresión con la que se define el difícil encaje de ese territorio dentro de España, tomó una deriva trágica con la aparición del terrorismo. Tras unas peleas internas en el PNV, a finales de 1958 se creó ETA (Euskadi Ta Askatasuna –Euskadi y Libertad–) como movimiento de resistencia vasco. Sus promotores, ex militantes del PNV, no se plantearon entonces recurrir a la violencia. Sin embargo, después de varias asambleas, en 1966 se decidió crear un “frente militar”. Su primera víctima mortal fue el guardia civil José Pardines durante un tiroteo en un control de carretera el 7 de junio de 1968. Durante casi 42 años la banda terrorista ha asesinado a 829 personas. Su última víctima mortal fue el gendarme francés Jean-Serge Nèrin, tiroteado al sur de París el 16 de marzo de 2010. En julio del año anterior cometió su último atentado terrorista en suelo español, con dos guardias civiles muertos. En esas cuatro décadas hubo años con cerca de cien víctimas mortales, los llamados “años de plomo” en los que apenas surgían reacciones de condena mientras que en las calles vascas se exaltaba a terroristas. También apareció una “guerra sucia” desde el entorno de la seguridad del Estado que ocasionó 66 víctimas mortales; sonados juicios acabaron con un general de la Guardia Civil y con un ex ministro del Interior socialista en la cárcel, entre otros altos funcionarios.

En ese tiempo el terrorismo de ETA condicionó buena parte de la política en el País Vasco; también en España, hasta el punto de dar pie a tres conversaciones directas entre diferentes gobiernos con la dirección etarra, sin resultados. Finalmente, tras pactos entre partidos políticos, la presión social, sobre todo en el País Vasco, y la acción policial, la pesadilla se ha dado por concluida. El 20 de octubre de 2010 la banda terrorista anunció “el cese definitivo de la actividad armada”.

Sin apenas efectivos, ni recursos, ni apoyo social el único “comunicado” pendiente ahora de ETA es el de su disolución. El principal escollo estriba en dar una “solución” a 600 etarras en cárceles españolas y francesas.

La desaparición del terrorismo ha relajado la presión reivindicativa por parte del PNV y de la izquierda abertzale –patriota–, nacida del entorno social que respaldó antaño a ETA y que ha renegado de la violencia para acceder a las instituciones concurriendo a las elecciones, objetivo que ha logrado con cierto éxito. Ahora bien, en el PNV y en la izquierda abertzale consideran que su proceso soberanista se encuentra “durmiente” y puede despertar en cualquier momento. El “concierto”, sistema de financiación que permite a la hacienda vasca recaudar todos los impuestos y “pagar” al Estado un canon anual por los servicios centrales que presta, es la clave para mantener una alta calidad de servicios –una televisión y una policía propias, entre otros– para 2,2 millones de habitantes. El sistema confiere a los vascos una situación de privilegio sin parangón en España y en la UE. No en balde su renta per cápita es de 29.683 euros, la más alta de España y 5.000 euros superior a la media europea.
 

Este artículo forma parte del Explorador España

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* Periodista español.

© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur

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