“Podemos pensar esta pandemia como una oportunidad para entender más y mejor las injusticias de nuestro sistema”
Medellín, años 90. El conflicto armado ha tomado de rehén a toda la ciudad. Saskia Sassen está allí de viaje. Por desconocimiento, tal vez cierta falta de olfato aún sobre el pulso de esas calles, llega caminando a un barrio convertido en zona liberada. De pronto, se da cuenta del vacío. Del silencio. La gente huyó, está sola. Y ahí entiende: ha quedado en el medio de un campo de batalla, entre una organización armada (no recuerda cuál) y las fuerzas militares. Pide ayuda a un grupo de soldados. “Estaba completamente sola, había tiros en todas partes. Esa noche aprendí la diferencia entre el miedo y el terror.” Sassen elige esta imagen para describir algo que, en su opinión, condensa lo que se vive ahora. La pandemia ha generado miedo, pero no nos paralizó, dice con alivio. La vida recuperará su curso bajo esa suerte de pulsión que define la acción social.
Sassen habla con imágenes. De algún modo, más allá de las muestras tangibles de su trayectoria –una decena de libros, sendos títulos y honoris causa, y el premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales recibido en 2013, a partir del cual la incluyeron en el Social Science Citation Index entre los diez primeros científicos sociales del mundo junto con Anthony Giddens, Jürgen Habermas y Zygmunt Bauman–, hay algo en su lenguaje que torna bastante única la forma en que logra describir la realidad. Todos la llaman “la socióloga de la globalización”, y no les faltan argumentos. Uno de sus principales trabajos, La ciudad global (Eudeba, 1999), constituye una verdadera anatomía de nuestro sistema; una anatomía que no sólo identifica su funcionamiento bajo las categorías que la nombran. También ilustra, percibe, escucha esas lógicas. Y es bajo esa misma mirada que, de algún modo, reivindica la enorme contradicción a la que nos ha expuesto el virus. “Realmente el hecho de que un virus invisible, que no tiene ni olor ni ruido, pueda generar tal desestabilización me parece maravilloso”, dice sonriendo con un perfecto español aprendido de su infancia en Argentina.
Sassen nació en Holanda pero vino a vivir al país de pequeña junto a su mamá y su papá, Willem Sassen, un periodista y actor holandés alistado en Europa en las SS. De hecho, aquí tuvo vínculo con varios miembros del círculo nazi. En la casa de Florida, los domingos recibía la visita de Adolf Eichmann, y esos encuentros dieron lugar a un reconocido artículo publicado en Life Magazine. Pero Sassen evita mencionar esos años. Así como también se excusa para hablar de política. “Me resulta abstracto. No necesito introducir al fascismo para hablar de injusticias y desigualdades. De esas cosas se ocupa mi marido”, se ríe refiriéndose al sociólogo Richard Sennett, con quien se acaba de mudar a Nueva York tras vivir un año en Londres.
En varias entrevistas has mostrado cierto optimismo, adjudicándole una suerte de productividad social a la pandemia…
Para mí esta ha sido una especie de alerta para quienes estamos bien y estamos cómodos, la oportunidad de entender que existe algo que es más fuerte que nosotros, algo que puede alterar nuestras modalidades de vida y que las personas más modestas y más pobres sufren desde siempre. Quienes hemos tenido vidas bastante privilegiadas, no somos lo suficientemente conscientes de los costos y las pérdidas que demanda la reproducción del sistema y que afectan a los sectores más vulnerables. Por eso me parece que es un momento interesante para quienes observamos, tal vez más para aquellos como mi marido –porque yo trabajo sobre la pobreza y las injusticias–. Él trabaja sobre temas que tienen que ver con cosas tan abstractas como hermosas, y hemos tenido bastantes discusiones sobre esto (se ríe).
¿Podemos dar cuenta de que una normalidad que pensábamos naturalmente dada no es tal?
Exactamente. No obstante, hay que decir inmediatamente que las personas más pobres están sufriendo esta situación muchísimo. Y remarco esta diferencia cuando digo que nosotros desde una situación privilegiada podemos pensar entonces esta pandemia como una oportunidad para entender más y mejor las injusticias de nuestro sistema. Esto no es nuevo, pero creo que en el contexto de este virus hay algo que se puede visibilizar mejor.
¿En qué sentido?
Hace unos dos años, por ejemplo, participé de un documental que muestra al mundo de noche, gente trabajadora que tiene que levantarse en medio de la noche, en sus diversas modalidades, porque hay trabajadores dentro del sistema financiero que también se tienen que levantar a las 3 de la mañana. Y la diferencia me pareció extraordinaria.
¿La desterritorialización del trabajo profundiza la oposición entre cognitariado y precariado?
Absolutamente, y la economía de la noche es muy interesante como ejemplo para pensar esas formas de precarización. Esa noche que llega después de las 3 de la mañana. Y no pienso en una ciudad pobre, pensemos en Nueva York. Es una noche que funciona para dejar todo listo para esa otra economía que despierta por la mañana y la desconoce completamente. Y fijate la diferencia que significa. Para mí la noche puede ser maravillosa, un espacio donde imagino cosas. En cambio, para esa persona que tiene que salir a trabajar, supone problemas en el transporte, los peligros que la noche siempre implica…
Pero, ¿realmente podemos hablar de una visibilización social de las diferencias? Y, en todo caso, ¿servirá para algo?
Me temo que tenemos una tendencia a olvidarnos de aquello que nos duele o nos aterroriza, una suerte de función de supervivencia. El terror paraliza y debilita. Creo que lo que generó esta pandemia fue miedo. En mi caso, no me dio miedo porque intenté entenderla, que es un poco lo que hago cuando no comprendo algo. Pero creo que la realidad nos está dando elementos para comprender una nueva condición. Una condición marcada por otros actores, que tal vez no hacen ruido, no son visibles. Por otro lado, hemos destruido tantas tierras, tantas aguas, y hemos restringido el hábitat de muchos otros. Tal vez estas nuevas condiciones tan solo suponen o visibilizan esa confrontación con otras especies. En definitiva es una lucha por el espacio, por el territorio. Y éste es un tema central, aunque para muchos ni siquiera era un tema. Por ejemplo, para ti, ¿cuál fue el año donde empezaste a preguntarte por estas cosas? ¿Cuándo fue que nos empezamos a preocupar por los virus?
Hace muy poco…
Bueno, en mi caso ya había comenzado a estudiar los SARS desde 1980. Lo que es distinto ahora no es solo la invisibilidad de los actores en juego, sino cómo nos hemos manejado socialmente. Pensemos que esto venía creciendo desde hace mucho tiempo, pero pese a eso veamos cómo hemos manejado la construcción de viviendas. Ha sido de una manera muy destructiva.
¿Estamos ante un posible cambio de nuestra forma de habitar?
Sí, pero creo que ese proceso no es nuevo. En todo caso las clases privilegiadas, que tienen su puesto de trabajo en el centro, pero pueden tener su vivienda en regiones lindas con árboles y restaurantes, tal vez ahora empiecen a descubrir que la ciudad no es solo eso, que hay otro mundo urbano donde se plantea ese edge, ese borde. Creo que lo que el virus vino a hacer en todo caso es a romper esa ilusión. De hecho, hemos llegado a una instancia donde sabemos qué podemos hacer y qué no para no contagiarnos, pero somos unos pocos los que podemos tomar esa decisión, podemos decidir qué no hacer. Y no nos preguntamos qué pasa con los pobres, cómo lo enfrentan aquellos más vulnerables que no tienen esas opciones. Parece una escena surrealista, con dos realidades muy diversas en juego.
Pero, insisto, ¿qué consecuencias puede traer esta escena?
Creo que nuestra modernidad está cambiando, y eso implica que las modalidades que hemos usado también hay que cambiarlas un poco.
¿Por ejemplo?
Uno es el abuso que implica el hecho de que las grandes empresas permanezcan en los centros. Esa localización significa, por ejemplo, que cientos de trabajadores que viven un poco más afuera de la ciudad se tengan que trasladar. Ellos pagan ese precio pero nuestra lectura de la ciudad deja afuera ese precio, nadie se detiene en ellos, que duermen mucho menos para poder llegar. Hay toda una humanidad que simplemente no la pensamos. Y el ejemplo de la noche me parece que dice muchísimo. Por eso me pasé una noche en un centro de distribución alimenticia en Londres, porque la noche es una zona importantísima de nuestra economía, pero no la sufrimos. Vamos al mercado y tenemos las frutas a las 7 de la mañana, y no nos preguntamos por ese proceso que permitió que eso estuviera allí. Lo que hoy se expone es que estamos perdiendo opciones. Tenemos que construir nuevas ciudades, en vez de simplemente permitir que las ciudades se expandan generando el sufrimiento de muchos. Creo que estamos avanzando hacia cierto re-asessment, cuya traducción sería una revaloración, aunque prefiero hablar de reconocimiento, en tanto elementos que disminuyen la invisibilidad de ese mundo, ese mundo del cual dependemos para comer, para viajar, y que no lo pensamos fácilmente. Y eso es lo que me fascina de este momento: cómo un virus invisible, que no tiene ni olor ni ruido, pudo ponernos en alerta sobre una serie de opciones, condiciones y pérdidas que antes no teníamos. Es la visibilidad de lo invisible.
Lo que me fascina de este momento es cómo un virus invisible pudo ponernos en alerta sobre una serie de opciones, condiciones y pérdidas que antes no teníamos. Es la visibilidad de lo invisible.
En relación a esta economía invisible que la pandemia visibiliza, resulta también interesante detenerse en la economía del cuidado. En tu desarrollo teórico utilizaste el término de “feminización de la superviviencia”…
Las mujeres han jugado un rol mucho más estratégico y necesario de la actividad durante décadas y ahora gracias a una movilización incuestionable lo reconocemos. Justamente uno de mis primeros artículos se llamó “Ball and chains”, que es una expresión norteamericana, y se refería a cómo las mujeres manejan la vida diaria, su rol esencial en la economía de todos los días. Y, en realidad, creo que esa dimensión marcada por la falta de reconocimiento se trasluce en la falta de un nombre efectivo. No hay término para definir ese trabajo, o lo que es más preciso pensemos en el significante en español: “ama de casa”. Está lejos de significar lo que se refiere, más bien significa una idea de propiedad. El lenguaje que hemos utilizado a través de décadas es también un lenguaje que se resiste a hacer visible el hecho de esa dimensión económica, totalmente asociado a esa imagen impuesta por la industria cultural de la esposa bella. Y una pregunta interesante para hacernos en este caso es la inversa: qué se vuelve invisible hoy…
* Periodista.
© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur