¿Qué hacer con los hombres?
Durante más de dos siglos, las mujeres no han contado más que con ellas mismas para obtener derechos. Consciente o inconscientemente, los hombres son los beneficiarios de las desigualdades de género que persisten hasta el día de hoy. Pero no todos son culpables: por el contrario, se puede reparar en aquellos que se sienten responsables de las injusticias de las cuales sacan provecho.
La revolución feminista, iniciada a fines del siglo XVIII y que continúa desarrollándose frente a nuestros ojos, es una de las extrañas buenas noticias que nos ofrece el mundo de hoy en día. Sus consecuencias se hacen notar también en los hombres: la emergencia del sujeto político femenino tiene un efecto retroactivo sobre el sujeto político masculino. Este último es, finalmente, cuestionado. A partir de entonces, ¿es necesario combatirlo como opresor, ignorarlo porque la sororidad lo excluye por definición, o es posible obrar con él en favor de la justicia de género? En la sociedad que le sigue al #MeToo, ¿cuál es el porvenir de los hombres?
Dado que siempre se ha arrogado el derecho de determinar los problemas sociales, el hombre se ha convertido él mismo en un problema. No se trata de evocar a los culpables como los violadores o los asesinos: se trata, más bien, del quidam, del espectador, del hombre que nada ha hecho. Pero aquel que no hizo nada, ¿realmente no hizo nada? Podemos ser sexistas sin saberlo. De la misma manera, podemos encarnar estos problemas.
Problema de la repartición de derechos. El hecho de ser un hombre conlleva sus ventajas: ganar dinero trabajando en los sectores más productivos, poder expresarnos sin ser interrumpidos, ser tomados en serio tanto en los medios como en la visita al médico, sentirnos seguros en la calle, ser vanagloriado por el prestigio de ser jefe de familia. Los estereotipos de género (las dulces mujeres al servicio de los hombres capaces) son tan banales que podemos adherir a ellos de buena fe.
Problema de omnipresencia. Hay demasiados hombres en cargos importantes: en los gabinetes de los ministerios, en asambleas, en los organigramas de los grandes grupos y en los comités ejecutivos. Esta ubicuidad se observa en los espacios de poder, pero también en los espacios simbólicos, como los nombres de las calles, los programas de enseñanza y la pomposa Historia, ese relato que abarca desde Pericles a De Gaulle, pasando por Cesar, Carlos V y Napoleón. En Why Is My Curriculum White? [¿Por qué mi currículum es blanco?], un documental de Nathan E. Richards estrenado en 2014, estudiantes blancos y no blancos se cuestionan por qué, en la universidad, son hombres blancos adultos los que enseñan ideas de hombres blancos ancianos. Esta sobrerrepresentación refleja tanto la importancia intrínseca de su pensamiento como la reducción al silencio de los otros, sean mujeres o colonizados.
Problema de negación. El movimiento #MeToo sacó a la luz todo un arsenal de actitudes más o menos hostiles propias de los hombres: indiferencia, incomodidad, miedo, desprecio, autodefensa, diatriba. En la política o en el mundo laboral, muy pocos responsables masculinos se interesan realmente por cuestiones de igualdad. La ceguera de género no consiste tanto en cerrar los ojos frente a las injusticias, sino en naturalizarlas como parte del orden normal de las cosas, situación que somos más propensos a justificar que a aprovechar. La negación alcanza también a los jóvenes que se creen exceptuados porque son amables con sus parejas o porque comparten las tareas domésticas, sin comprender del todo que la dominación patriarcal es sistemática.
Finalmente, el problema de los problemas que perduran. Por las desigualdades que sostienen, por las violencias que acometen o toleran, por todos esos escándalos que ellos disfrazan de evidencias, los hombres –sobre todo los hombres blancos heterosexuales– simbolizan un poder arbitrario y también una forma de opresión. Su sola presencia en el espacio público remite a sus privilegios, como en 1789 los aristócratas simbolizaban un régimen denigrado.
Se ha dicho que a través del #MeToo las mujeres han roto el silencio. Pero ¿qué se ha dicho del silencio de los hombres? ¿De su mutismo sobre las discriminaciones, las violaciones, el paternalismo, la tiranía de su pretendida legitimidad? En tanto no hayan tomado conciencia de los problemas específicos que plantean, quedarán en el atraso de la historia, perdidos por la modernidad.
Para eso sirven las asociaciones, las manifestaciones, los collages y las redes sociales: defender los derechos de las mujeres y de la comunidad LGTBTQ+, pero también para reírse del espectáculo patético que dan los viejos machos, incapaces de comprender que el mundo ha cambiado. Un estudio de televisión o un número de una revista compuesto únicamente por hombres blancos que han llegado a esos lugares por su poder ya no son posibles. A pesar de que el dinamismo del #MeToo expuso súbitamente su desfasaje temporal, estos pontífices se aferran al mundo de antes, como otros lo han hecho en el pasado al Antiguo Régimen o a la Belle Époque. Entonces, sí: en ese sentido, el hombre encarna el antiguo reinado que nos gustaría ver arder.
Desde los años sesenta, las feministas han acuñado diferentes léxicos: el “enemigo principal” por Christine Deplhy (1); la masculinidad “hegemónica”, según Raewyn Connell (2); los hombres que parecen “un montón de mierda sin interés” en el Manifiesto SCUM de Valerie Solanas (3); “los poderosos, los jefes, los magnates” del artículo publicado por Virginie Despentes (4); luego de que Roman Polanski fuera destacado en la ceremonia de los premios César. Para John Stoltenberg, uno de los menos comunes pensadores feministas, hablar de masculinidad sana equivale a
hablar de un “cáncer sano”.(5)
En las redes sociales es posible que los hombres sean rechazados, pero no por adversarios, provocadores o trolls, sino por salvadores blancos u hombres cis. En el vocabulario militante, el hombre cis (aquel que permanece de este lado del género, al contrario del hombre trans) designa peyorativamente al hombre heredero de una norma opresiva, el “dominante” al que su género y su sexualidad confieren ventajas objetivas. Heteronormativo o heteropatriarcal, el hombre cis es el antónimo de la persona sexualizada, así como el hombre blanco se distingue de la persona racializada.
La dificultad surge en el momento en que es necesario determinar a quién (o a qué) remiten todas estas fórmulas: ¿al patriarcado, al género masculino, a los blancos, a los heterosexuales, a los ricachones, a los violadores, a todos los hombres, indistintamente? Desde el punto de vista del género, el sistema en el que vivimos es nocivo, pero también es frecuente que existan buenos padres, parejas equitativas, amigos solidarios y profesores capaces.
¿A qué apuntamos cuando denunciamos, con mucha razón, al patriarcado? Las desigualdades caracterizan un funcionamiento global social, pero estas forman concretamente a aquellos que le sacan beneficio y aquellas que pagan el precio en forma de desprecio, invisibilidad, pobreza o violencia. Este antagonismo no corresponde a una guerra de sexos (hombres contra mujeres); por el contrario, para cierto número de feministas, se forma una frontera que separa dos categorías de género: de un lado, los hombres blancos heterosexuales “dominantes”, y del otro, las mujeres y las minorías “dominadas” (por ejemplo, las mujeres violadas y las personas trans). ¿Habremos encontrado, finalmente, al enemigo?
El patriarcado es un sistema social en el que el masculino está asociado a lo superior y a lo universal a la vez. Para subvertir este principio, podemos considerar a los hombres como si formaran una minoría. Esto permite develar una situación que se pretende abstracta, transparente, tan evidente que se cree digna de representar a la humanidad entera: ser un hombre.
Nadie sabría ser reducido a su cuerpo, pero cada uno es también su cuerpo: en este caso, un joven con pelos en la barbilla, un pene, un cierto tipo de deseo. Ese cuerpo está codificado por una cultura de género y una posición social que se reflejan en masculinidades. Ahora bien, el ordenamiento jerárquico de estas últimas conlleva formas de dominación, violencias en la interioridad misma del masculino, como atestiguan las tumbas de centenas de millones de hombres en las necrópolis militares. El auge de la gran industria del siglo XIX, luego la desindustrialización y el paralelo declive de la agricultura en el último tercio del siglo XX, han provocado una desestructuración masculina que no deberíamos desconocer.
Debido a que los soldados, obreros y paisanos se han vuelto invisibles en el comienzo del siglo XXI, podemos pretender que los hombres forman históricamente un bloque de odio plantado en medio del jardín del Edén. Sin embargo, la destrucción de algunos hombres ya sea por la guerra o por la fábrica, además de la permanencia de una sobremortalidad causada por enfermedades, accidentes de trabajo o de tránsito y suicidios en todos los rangos etarios, dan a conocer una alienación colectiva. Hay hombres que han sido violados, hombres incómodos dentro del masculino, hombres que se niegan a replicar el modelo de masculinidad obligatoria, hombres a quienes la misoginia les repulsa. No se trata de derramar lágrimas de macho, sino de volver sobre lo siguiente: algunas veces, los hombres son rehenes, cuando no víctimas, de su propio género.
El sexismo no tiene ni color ni patria: es una plaga planetaria. Sin embargo, algunos hombres no son sexistas.
La dicotomía entre hombres cis opresores y las víctimas de discriminaciones sexuales o técnicas oculta algo impensado: la posición de los hombres judíos. En un momento en que el antisemitismo gangrena tanto los barrios humildes como los barrios pudientes, en que ocurren asesinatos en Paris, Bruselas, Buenos Aires y otras ciudades, la situación de los judíos procede de un intermedio: el de los hombres minoritarios. Hay quienes atraviesan cotidianamente la experiencia de la norma y del margen, del confort y del riesgo, de la simpatía de muchos y el desprecio de algunos; hay quienes tienen en simultáneo la oportunidad de la integración y de ser lastimados por el rechazo.
Hoy en día, lamentablemente, un hombre judío ya no es considerado como parte de una minoría. Por gran parte de la franja de la extrema izquierda, también es rechazado como parte de los “dominantes”, de la mano de la entidad bancaria Rothschild y el Estado de Israel. La expresión “minorías racializadas” que algunos investigadores han amalgamado a su jerga excluye deliberadamente a los judíos de la gran familia minoritaria. No obstante, su genio, que se ha ilustrado tanto en la ginecología francesa como en el sur de África contra el apartheid, es compatible con las luchas de emancipación contemporánea.
Último defecto del esquematismo en acción: la obsesión por los hombres blancos, tropismo occidental que deja intactas las situaciones de dominación patriarcal en África, en Medio Oriente o en Asia. Que vivamos en París, en Nueva York, en Río, en Algeria, en Riad o en Pekín nos lleva a experimentar diversos grados de control del patriarcado, pero no es la ley francesa la que prescribe dividir la herencia de las hijas o aprisionar a los homosexuales.
Entonces ¿qué pasa con el “hombre cis heteropatriarcal”? Cuales sean las reticencias que este vocabulario inspira, amerita ser tomado en serio por al menos dos razones. En primer lugar, se ha vuelto muy usado en el seno de una franja cada vez más masiva del feminismo, amplificada por las redes sociales. Pero, sobre todo, no podemos limpiar de un plumazo las críticas con las que carga. Pues, contrariamente a los hombres gays, trans, judíos, negros o magrebíes, los blancos heterosexuales y cristianos no han pasado por la experiencia minoritaria, ni han experimentado el miedo que acarrea. Vivir en carne propia la discriminación constituye una diferencia insoslayable.
No obstante, en lo que concierne a la justicia de género, la verdadera cuestión no pasa por saber quién sufre discriminación, sino, principalmente, en determinar quién, entre los hombres, reconoce y pregona la ideología patriarcal. La respuesta demanda una mirada de trescientos sesenta grados: evidentemente, muchísimos hombres blancos heterosexuales son la vergüenza de su género, pero otras masculinidades son igual de nefastas: un joven citadino que escupe a una chica a quien cree vestida inapropiadamente, un padre que envía a su hija adolescente a casarse a otro país, un musulmán fanático y homofóbico, un terrorista que asesina a un docente. En estos casos: ¿quién discrimina a quién? ¿Quiénes son las verdaderas víctimas, si no las mujeres, las jóvenes, los gays, todas aquellas y aquellos a quienes el patriarcado y la intolerancia destruyen? No es posible denunciar al mismo tiempo los daños de los hombres cis y, bajo el pretexto de que no hay que estigmatizar a las minorías, cerrar los ojos frente a los certificados de virginidad y dejar pasar el acoso callejero solo porque no son hombres blancos quienes los cometen.
Los políticos machistas, los padres tiranos, los servidores de un Dios misógino deben ser combatidos en tanto hombres, no en tanto blancos, negros, magrebíes o asiáticos, heterosexuales o gays, judíos, cristianos o musulmanes. El sexismo no tiene ni color ni patria: es una plaga planetaria. Sin embargo, algunos hombres no son sexistas. El tipo de masculinidad, mucho más que la exposición a las discriminaciones, es una medida de la compatibilidad feminista de un hombre.
Ya que los hombres son una categoría, es necesario reconocer, además de su pasividad y sus potestades indebidas, su pluralidad de cuerpo y género, su posibilidad de sufrimiento, su positividad virtual. Por el mismo hecho de que pueden ser minorías o víctimas, cuerpos sufrientes o aliados de confianza, no son inútiles en el seno del movimiento feminista.
No todos los hombres piensan lo mismo ni se comportan de la misma forma. Por más que luzca como Trump o Bolsonaro, no soy ninguno de ellos; su lucha está en las antípodas de la mía. Allí está el desafío: hacer la diferencia entre un sistema social injusto y la multitud de individuos que lo componen.
Si imputamos a los individuos los errores de un sistema, cada hombre se convierte en culpable en potencia, o incluso en una potencia culpable. A pesar de eso, la pertenencia a una categoría no debe anular el pensamiento ni el accionar de sus miembros. El hecho de que sean hombres blancos famosos no significa que haya que desacreditar a Shakespeare y a Locke, a Bolívar y a Lincoln, a Hugo y a Camus.
Un halo de sospecha rodea las tomas masculinas de la palabra cuando denuncian los privilegios de género. ¿Un hombre cita autoras feministas? Será para apropiarse de sus ideas. ¿Un hombre no cita autoras feministas? Debe ser para invisibilizarlas. ¿Propone reconciliar al hombre con el feminismo? Habla en lugar de las mujeres, eso es sexismo. ¿Sugiere repensar su género? Manifestación típica del autoritarismo masculino: un macho alfa.
Estos desacertados juicios terminan por extenderse hacia otras categorías, por ejemplo la de “dominantes”. ¿Olympe de Gouges, Hubertine Auclert, Simone de Beauvoir? Burguesas blancas: no existe ninguna lección que podamos recibir de ellas. Con estos argumentos de autoridad los comunistas intentaban hacer callar a sus opositores “burgueses” (o “de derecha”) en los años treinta. Robin DiAngelo hace el mismo recorrido en su libro White Fragility [Fragilidad blanca]: como todo hombre blanco está impregnado de prejuicios inconscientes, corrompido hasta los huesos, sus protestas antirracistas son la prueba definitiva de su racismo.
Como los blancos contra los negros, los hombres cis serían los enemigos de las mujeres. Aquellos que se dicen feministas son una especie de “traidores sociales”: agentes enmascarados del patriarcado. Se equivocaron de antemano, no por lo que dicen, sino por lo que son. Los profesores blancos que enseñan hoy en día en las universidades americanas, consideradas las más progresistas, deben pensar muchas veces qué dirán antes de abrir la boca: la menor torpeza o el menor malentendido puede destruir su reputación y arruinar su carrera.
Entonces ¿quién tiene el derecho a expresarse? El lugar de víctima no provee de pre-ciencia epistemológica ni una ventaja democrática.
El feminismo se define como un pensamiento crítico, un combate universal llevado en nombre de los derechos humanos. No está definido por una biología, sino por un compromiso. La cuestión no está, entonces, enfocada en si se es blanco o negro, heterosexual o gay, cis o trans. La oportunidad de cubrirse el cabello, cambiar de sexo, acostarse con mujeres u hombres tiene que estar garantizada en una sociedad abierta, pero no constituye en sí una profesión de fe feminista.
La igualdad entre mujeres y hombres es una ecuación (mujeres = hombres), una relación que, por definición, supone dos términos. En consecuencia, los hombres pueden participar del debate, no para contaminarlo con sus quejas y lamentos, evidentemente, sino para cuestionarse, politizar el masculino, vivir la igualdad, compartir el poder, la palabra, lo sagrado, las riquezas, el tiempo libre: esa es la utopía de los “hombres justos” que me he esforzado en esbozar.(6)
Un halo de sospecha rodea las tomas masculinas de la palabra cuando denuncian los privilegios de género.
Así y todo, la larga historia del feminismo no aboga en favor de los hombres. Más allá de su abrumadora mayoría, han tenido sus obstáculos. La epopeya del movimiento de liberación de mujeres es elocuente: en los años setenta, la escisión de los feminismos consistió en romper con las ideologías mortíferas (el maoísmo, por ejemplo), pero también con prácticas “masculinistas” (monopolizar la palabra en asambleas, redactar los folletos mientras las mujeres vuelven a casa para ocuparse de los hijos). Las reuniones no mixtas permitirían a las mujeres hablar de sus cuerpos, su menstruación, sus clítoris, el aborto y las violencias sin sufrir la mirada ni el juicio de los hombres. Hoy, al igual que ayer, ellas siguen siendo absolutamente legítimas.
Incluso si las asociaciones como Mix-Cité y Osez le féminisme! están abiertas a los hombres desde su fundación, sería inaceptable que ellos se ubiquen al frente de la escena. Los hombres tienen derecho a expresarse, participar y ayudar, pero no pueden usurpar los lugares. Aunque su cuerpo sea bello y además un símbolo, preferimos otros: Simone Veil en el Panteón, una estatua de la Mulata Soledad en París, a la espera de que una mujer se convierta en presidenta de la República o dé un paso, en nombre de la humanidad entera, en el planeta Marte.
Así como las redes sociales no agotan la palabra humana, las asociaciones y las manifestaciones asumen solo una parte de las luchas. Mujer u hombre, podemos practicar el feminismo en el gobierno, asambleas, tribunales, consultorios de abogados, hospitales, editoriales, bibliotecas, escuelas o universidades. El equilibrio del poder se establece además por el derecho, la investigación y la creación. Estos modos de actuar hacen avanzar la causa –una “causa común”, como dice Nicole Lapierre–, que nos permite sostener a aquellas y aquellos que no conocemos. (7)
Mientras que el populismo machista triunfa en todo el mundo, es crucial crear nuevas solidaridades. La condena del hombre a priori, simétrica a la postura de hacerlo parangón del universal, fortalece a los conservadores misóginos y debilita los apoyos del feminismo.
En tanto exigencia de libertad, igualdad y dignidad, el feminismo es radical por naturaleza. Hoy en día necesitamos de su radicalidad y su intransigencia. Pero creer en un enfrentamiento entre verdugos que se burlan y víctimas que se doblegan no tiene nada de radical: es una visión religiosa. La política de las identidades ha terminado por despolitizarse. Aquello que debería ser el fermento de cambio no es más que un deseo de fracaso: la gloria amarga de estar entre los humillados y ofendidos, entre los más humillados y ofendidos de la tierra; esta derrota es la única victoria deseable. Tal escatología no propone a los hombres más que una alternativa: expiar en silencio o acoger el Mensaje.
¿La urgencia de la situación no exige, al contrario, que acojamos el progresismo en el lugar en el que se encuentra? En el mundo imperfecto que habitamos todos los apoyos son buenos, sea cual sea su color, origen y forma. No se trata de traicionar, sino de preferir la eficacia de una acción ante la pureza de un sufrimiento. Tal vez esta traición sea necesaria, porque el feminismo no es un asunto de comunión moral, sino de fuerza política. La democracia necesita de la Justicia, no del Bien.
Evidentemente, la iniciativa no tiene que venir de las mujeres. Son los hombres quienes deben cambiar. Desde Francia hasta China, de Túnez a Inglaterra, los pioneros pueden servirles de modelos: Condorcet, Fourier, Tahar Haddad, John Stuart Mill, Léon Richer, William Thompson, Jin Tianhe. Hoy en día, el feminismo radical puede ser promovido por hombres –intelectuales, militantes, profesores– animados por un sentimiento de urgencia interior, porque fueron víctimas de violaciones, porque son padres de familia, o simplemente porque los impulsa un ideal social.
Las críticas legítimas que apuntan a los hombres les dan la oportunidad de ganar una legitimidad nueva. Esta posee varias facetas: legitimidad de conocimiento (gracias a la información y la documentación); legitimidad de empatía (a través de la escucha, la consideración de la palabra de las víctimas); legitimidad en el lenguaje (por la invención de formas nuevas para decir y transformar la realidad); legitimidad de conciencia (rechazando, en tanto hombre, defender los intereses categoriales); legitimidad ética (luchando por una sociedad más justa en el seno de alianzas políticas).
Así y todo, los hombres no deben involucrarse con el feminismo y, mucho menos, perturbar la sororidad. Al contrario, pueden combatir el patriarcado, que es una forma de repensar su propia cultura, es decir, el masculino. Cada una y cada uno desde su lugar, dominio de su propia experiencia, trabaja así en la convergencia de las luchas. Dado que la revolución feminista está en su apogeo, no se trata de participar en una conversación civilizada, sino de subir a un tren lanzado a toda velocidad. Luchar porque la justicia de género esté en el lugar que le corresponde con las palabras adecuadas sería una manera, para los hombres, de reconquistar su parte del universal.
1. Christine Delphy, L’ennemi principal: tomo 1, Économie politique du patriarcat y tomo 2, Penser le genre, París, Ediciones Syllepse, 1998 y 2001.
2. Raewyn Connell, Masculinités: Enjeux sociaux de l’hégémonie, París, Ediciones Amsterdam, 2014.
3. Valerie Solanas, Manifiesto SCUM. Sociedad exterminadora del macho, Buenos Aires, Mansalva, 2018.
4. Virginie Despentes, “Césars: ‘Désormais: on se lève et on se barre’”, en Libération, 1-3-20. Disponible en: https://bit.ly/3kKCfMX
5. John Stoltenberg, “Parler de ‘masculinité saine’ est comme parler d’un ‘cancer sain’. Voici pourquoi”, Scènes de l’avis quotidien, 26-2-18. Disponible en: https://bit.ly/3m0sfid
6. Ivan Jablonka, Hombres justos. Del patriarcado a las nuevas masculinidades, Buenos Aires, Anagrama, Libros del Zorzal, 2020.
7. Nicole Lapierre, Causes communes. Des Juifs et des Noirs, Paris, Stock, 2011.
Este artículo fue publicado originalmente como “Que faire des hommes?”, en Esprit, febrero de 2021 y se reproduce aquí gracias a la autorización del autor. Disponible en: https://bit.ly/3ugFGOx
Traducción: María Belén Bordón
Este artículo pertenece a Review. Revista de libros, nº 27 .
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* Profesor de Historia en la Universidad de París 13, codirector de la colección "La République des Idées" en Seuil y autor, de Laëtitia o el fin de los hombres (2017), Hombres justos (2020), entre otros, publicados en Anagrama/Libros del Zorzal.
© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur