Resistirse a la inmunidad
En Edimburgo, no muy lejos del hospital donde trabajo, hay un cementerio. Después de una dura jornada de trabajo, puede resultar un lugar apacible, si bien algo sombrío, para reflexionar. Pasar por ahí funciona como un memento mori en días en que necesito que me recuerden el valor del ejercicio de la medicina –que, más allá de toda su complejidad moderna, sigue siendo el arte de posponer la muerte–. Hay bancos ubicados a la sombra de los árboles, entre senderos de baldosas color ladrillo e hileras de lápidas victorianas. Muchas de las lápidas conmemoran la muerte de niños, pero hay un monumento en particular, cerca de la entrada, ante el cual me detengo cada vez que paso. Está dedicado a Mary West, una mujer que murió a los treinta y dos años en 1865, dos años antes de que Joseph Lister publicara su trabajo pionero sobre los antisépticos. No hay registro del motivo de su muerte. Debajo de su nombre se encuentra una lista con los nombres de sus seis hijos en el orden en que murieron: a los dos, once, cuatro, doce y catorce años. Sólo uno llegó a adulto.
Toda muerte infantil es una tragedia, pero perder tantos niños hoy sería casi impensable. En el período victoriano, cuando las enfermedades infecciosas estaban muy extendidas, era algo usual. Cursé mis estudios de medicina durante la década de 1990 y nunca vi un caso de sarampión, una de las enfermedades más virulentas, si bien mis profesores me hicieron estudiar el tema en libros de texto. Pero hace poco, mientras trabajaba en la guardia, se presentó una nena que tenía un sarpullido, fiebre, conjuntivitis y las glándulas linfáticas hinchadas, todos los síntomas clásicos del virus del sarampión. “¿Sabe si le aplicaron la vacuna triple viral [contra el sarampión, las paperas y la rubeola]?”, le pregunté al padre. Asintió, pero algo me hizo dudar de su sinceridad.
“¿Está seguro?”, volví a preguntarle.
Asintió, luego me esquivó la mirada. “Quizás esa no”, dijo después.
Uno de cada veinte niños con sarampión desarrolla neumonía. Aproximadamente uno en mil desarrolla la complicación más seria, la encefalitis (una infección virósica de las células del cerebro). Alrededor de dos de cada mil morirán. Tener que dudar de los padres respecto a si un paciente recibió sus vacunas es algo nuevo: los médicos están acostumbrados a confiar en los padres de los niños que examinan. A fin de cuentas, todos queremos lo mejor para ellos. Pero cuando ciertos temores por la seguridad de las vacunas producen una caída en los índices de vacunación, empiezan a escalar los casos de enfermedades infecciosas graves. Los padres que se niegan a vacunar a sus hijos perciben un rechazo creciente hacia sus decisiones. Se sienten entonces incentivados a mentir o, peor aún, a mantenerse lejos de la sala de emergencias por temor a que sus métodos de crianza sean cuestionados por los profesionales de la medicina.
En 2014, la ensayista Eula Biss analizó esta crisis de confianza en su libro Inmunidad y propuso que pensáramos en el control de las infecciones como en una ecología que es preciso mantener en equilibrio antes que como en una guerra entre dos bandos opuestos (1). Escribiendo desde la perspectiva de una madre reciente que finalmente decidió vacunar a su hijo, Biss explora las metáforas que usamos para pensar la enfermedad y el cuerpo. La palabra “inocular” (2) tiene su origen en el cuidado de jardines y huertos, y se utilizó inicialmente para describir el injerto de un brote en un árbol. Es una pena que la vacunación haya llegado a verse como una intervención antinatural y peligrosa, cuando en realidad, a través del “injerto”, se aprovecha la fuerza natural del propio sistema inmunológico del receptor. Nuestros cementerios son testimonios de que antes de la existencia de la salud pública, el agua limpia, los antisépticos y la vacunación, era perfectamente natural que la mayoría de los niños murieran.
Muchos libros recientes escritos por médicos, científicos y periodistas han profundizado en la historia y la ciencia de las vacunas y la inmunidad, y también en los temores que las acompañan. En Calling the Shots: Why Parents Reject Vaccines [Estar al mando. Por qué los padres rechazan las vacunas], Jennifer Reich, una socióloga que también ha escrito sobre los servicios de protección infantil del gobierno, aporta un enfoque meticuloso y sensible sobre este asunto que despierta tantas emociones. Una madre le dice a Reich que miente sobre la vacunación de sus hijos para evitar el rechazo de sus vecinos partidarios de las vacunas: “Creo que llegamos a un punto en el que es necesario guardar silencio sobre nuestras decisiones en temas de salud si vivimos en una comunidad que no piensa del mismo modo”. Otra ve el cuidado intensivo moderno como una intervención más natural que la vacunación y se siente segura por la protección que ese cuidado brinda frente a ciertas enfermedades. Le explica a Reich por qué aceptó vacunar a sus hijos contra el tétanos pero no contra la tos convulsa: “El tétanos es la única enfermedad en cuyo tratamiento no hubo avances médicos modernos. No hay un buen tratamiento, pero sí lo hay para la tos convulsa, te pueden intubar”.
El rechazo a la decisión de no vacunar proviene no sólo de médicos o vecinos, sino también de otros padres que encuentran en la puerta de la escuela: en un estudio de 2014, el 80% de los padres consideraba que todos los niños en edad preescolar debían tener sus vacunas al día, en tanto que 74% “evaluaría sacar a sus hijos de una institución donde 25% o más de los niños no estuvieran vacunados”. Tienen fundamentos: Reich cuenta la historia de Bob Sears, un médico de California conocido por promover calendarios poco ortodoxos de vacunación parcial. En 2008, visitó su consultorio un niño no vacunado que había contraído sarampión en Suiza. El Centro para el Control y la Prevención de Enfermedades (CDC, por sus siglas en inglés) de Estados Unidos confirmó luego que cuatro niños, tres de ellos bebés que no habían alcanzado la edad habitual de vacunación, contrajeron sarampión en la sala de espera de Sears. Uno tuvo que ser hospitalizado, otro tomó un vuelo a Hawai y puso así en riesgo a todos los pasajeros. (Sears emitió un comunicado en el que confirmó abiertamente su opinión de que la vacunación puede ser opcional si una proporción suficiente de la población general sigue recibiendo sus vacunas). Reich relata también la experiencia de Kira Watson, una pediatra de Colorado que suele encontrarse con padres que no le llevan a sus hijos hasta que no comprueban que la tasa de vacunación de su clínica les garantiza que la sala de espera sea un sitio seguro para los pequeños.
La desconfianza hacia la vacunación en el mundo occidental se remonta hasta los comienzos de la práctica en el siglo XVIII, con el médico inglés Edward Jenner, pero Reich desarrolla los orígenes de sus últimas manifestaciones, entre ellas las políticas de la era Reagan tendientes a apuntalar la salud pública (la Ley Nacional de Protección contra Lesiones Causadas por Vacunas en la Niñez de 1986), la desconfianza hacia las grandes empresas estadounidenses, un temor creciente a la ubicuidad de las toxinas ambientales y un declive en el sentido de responsabilidad comunitaria. Otros factores que menciona los reconozco en mis propios hospitales y consultorios en Escocia: la disparidad cada vez mayor entre la edad de las madres primerizas según los estratos sociales (las mujeres que han elegido retrasar la maternidad suelen tener un mayor nivel educativo y son más proclives a rechazar la vacunación, porque se consideran “expertas en sus propios hijos”), la confianza excesiva en la capacidad de los niños para defenderse de una enfermedad infecciosa gracias al enorme éxito de la vacunación, y el alza entre los grupos de elite de la creencia en que una alimentación saludable y el ejercicio pueden proteger de las enfermedades infecciosas que, prácticamente a lo largo de toda la historia de la humanidad, pusieron en peligro nuestras vidas.
La palabra “vacuna” significa “relativo a las vacas” y se empezó a usar para describir el método de Jenner de prevenir la viruela (del latín variola) en los seres humanos aplicando una pequeña cantidad de fluido tomado de las costras de la viruela bovina en un corte hecho en la piel. La viruela había diezmado y mutilado poblaciones desde el momento en que pasó de los roedores a los seres humanos, entre 48.000 y 16.000 años atrás. Se cree que el faraón Ramsés V la padeció en el siglo XII a. C., y se han desenterrado rastros de viruela en la civilización del valle del Indo (entre 3300 a. C. y 1300 a. C). En el siglo XV los europeos la llevaron al continente americano y su carácter letal es en parte la razón por la cual se estima que sólo entre el 5% y el 10% de los aborígenes americanos sobrevivieron a ese encuentro.
La palabra “vacuna” significa “relativo a las vacas” y se empezó a usar para describir el método de Jenner de prevenir la viruela (del latín variola) en los seres humanos aplicando una pequeña cantidad de fluido tomado de las costras de la viruela bovina en un corte hecho en la piel.
En China, desde aproximadamente el año 1000, las costras de viruela se molían y se introducían por la nariz, un método de inoculación que entrañaba el riesgo de producir el contagio de la enfermedad en un estadio desarrollado. Los otomanos occidentales utilizaron una técnica modificada, llamada en Occidente “variolización”, en la que se introducía bajo la piel material de una costra de viruela. En 1715, lady Mary Wortley Montagu, la esposa del embajador británico en la Turquía otomana, fue atacada por la viruela. Temerosa por la salud de su hijo, hizo que variolizaran al niño y pidió a Charles Maitland, el cirujano de la embajada británica, que observara el procedimiento; la práctica resultó exitosa. Maitland transmitió luego la técnica al establishment médico inglés. Del otro lado del Atlántico, en la Boston puritana, el reverendo Cotton Mather (el mismo que participó en los juicios a las brujas de Salem) aprendió la técnica de variolización de su esclavo Onésimo, a quien se la habían aplicado de niño en su pueblo. A principios de la década de 1720, época asolada por recurrentes epidemias de viruela, Mather coordinó a través de médicos locales la variolización de 280 habitantes de Boston, de los cuales sólo seis murieron a causa de la enfermedad. Fue una significativa mejora respecto a la tasa de mortalidad habitual de uno de cada tres.
En Inglaterra, la sabiduría popular había notado que las mujeres que ordeñaban vacas casi nunca contraían viruela y podían cuidar de los enfermos sin temor al contagio. El contacto previo con la variante bovina del virus, la viruela bovina, parecía asegurarles protección. Durante una epidemia de viruela a fines del siglo XVIII, un granjero de Dorset llamado Benjamin Jesty tuvo la idea de variolizar a su familia con viruela bovina en lugar de humana (se había aplicado esta última, pero la viruela bovina es más benigna y menos contagiosa en los seres humanos). El movimiento antivacunación es tan antiguo como las técnicas que cuestiona: a Mather, que algunos consideraban que contravenía la ley divina o natural, le arrojaron una pequeña bomba por la ventana con la siguiente inscripción: “Cotton Mather, perro, maldito seas: esta será tu vacuna”. La intervención de cruza de especies de Jesty despertó una nueva preocupación: los testigos temían que los receptores corrieran el riesgo de “transformarse en animales con cuernos”.
Jenner no inventó la vacunación, simplemente popularizó la técnica de Jesty con una ligera modificación: tomó las muestras de viruela bovina de seres humanos que habían contraído la enfermedad, en lugar de tomarlas del ganado. Gracias a sus contactos con el Colegio Médico de Londres y la realeza, recibió enormes subsidios –30.000 libras en diez años– para difundir la técnica. Los gobiernos de Francia, España y Estados Unidos empezaron a aplicar vacunas. Thomas Jefferson hizo vacunar a sus esclavos (antes de arriesgarse a vacunar a su familia), en tanto que Jenner fue condecorado por Napoleón, quien luego de hacer vacunar a la mitad del ejército francés lo llamó “un gran benefactor de la humanidad”.
Los casos de viruela fueron disminuyendo a lo largo del siglo y medio siguiente. El último caso de viruela contraída en su estado natural, y no de una muestra de laboratorio, fue el del cocinero de un hospital somalí, Ali Maow Maalin, quien desató una cacería en todo el país cuando huyó estando enfermo en 1977. La vacunación contra la viruela era obligatoria para todos los empleados de hospitales, pero Maalin la había evitado deliberadamente. “Tenía miedo de que me vacunaran –declaró a The Boston Globe en 2006–. Parecía que la inyección iba a ser dolorosa”. Maalin contrajo la forma menos virulenta de la enfermedad, la variola minor, y se evitó el brote gracias a la pronta cuarentena y a la vacunación de todos sus colegas, vecinos y asociados (un total de 54.777 personas). Con la recuperación, a Maalin le llegó el remordimiento: pasó de rehuir las vacunas a hacer apasionadas campañas para su difusión y se unió al programa de la Organización Mundial de la Salud para erradicar la polio. “Cuando me encuentro con padres que se niegan a vacunar a sus hijos contra la polio, les cuento mi historia –dijo–. Les digo lo importantes que son estas vacunas. Les digo que no hagan una tontería como la que hice yo”.3
Between Hope and Fear: A History of Vaccines and Human Immunity [Entre la esperanza y el temor. Una historia de las vacunas y la inmunidad humana], de Michael Kinch, cuenta la historia de la viruela, la de su malignidad y la del triunfo de la humanidad sobre ella. Kinch es inmunólogo y empresario de biotecnología y se muestra profundamente alarmado ante nuestra amnesia colectiva y “el creciente olvido de las enfermedades terribles y mortales que han amenazado al ser humano desde tiempos inmemoriales”. Como científico, es muy directo a la hora de manifestar lo ofensiva que le resulta “la promoción de datos falsos por parte de una minoría aborrecible y ruidosa, [que] ha sobrepasado los intentos de exponer los beneficios sanitarios extraordinarios de la vacunación basados en datos de fuentes confiables”.
Con una prosa entusiasta y dinámica, Kinch pasa de la viruela a las maravillas del sistema inmunológico humano, “conjuntos de células cuya tarea es detectar y eliminar los microorganismos dañinos dentro de un ambiente cálido y húmedo idealmente apropiado para la mayoría de los gérmenes”. El ser humano promedio está compuesto por aproximadamente treinta billones de células, pero puede contener hasta cuarenta billones de células bacteriales en la piel y en los tractos digestivo y respiratorio, nuestro “microbioma”. A estos microorganismos que colonizan de forma natural nuestros cuerpos desde instantes después de nuestro nacimiento se los conoce como “comensales” y ayudan a mantener afuera a bacterias peligrosas.
La visión moderna del cuerpo como anfitrión de una miríada de microorganismos se origina en el trabajo de los científicos europeos del siglo XIX. El libro de Kinch es un desfile de nombres de los que todavía se habla con reverencia en toda facultad de medicina: Robert Koch, Rudolf Virchow, Ignaz Semmelweis, Louis Pasteur. La comprensión científica de las enfermedades de la que estos hombres fueron pioneros (la exclusión sistemática de las mujeres en buena parte del desarrollo científico a lo largo del siglo XIX hace que haya pocas en el relato de Kinch) ha salvado cientos de millones de vidas, y Kinch cuenta algunas de las biografías más memorables.
Semmelweis terminó su vida en un manicomio y su gran aporte en relación con la importancia de la higiene de manos antes del examen de cada paciente sólo fue reconocido después de su muerte. Virchow, en cambio, recibió títulos honoríficos de parte de la corporación médica prusiana, sueca y británica. También ingresó en la política: un relato apócrifo cuenta que en 1865 Otto von Bismarck, indignado por el liberalismo de Virchow, lo desafió a un duelo. Virchow habría aceptado con la condición de que fuera él quien eligiera las armas: una salchicha fresca para él, una repleta de larvas de gusano para Bismarck. “Los alemanes y su diáspora siguen gozando de las salchichas a pesar de los brotes ocasionales de botulismo– agrega Kinch, secamente–. Es probable que la peor intoxicación por embutidos se haya producido en 1793”.
Cincuenta años después del presunto desafío de Virchow a Bismarck, el gran médico canadiense William Osler respondió a los antivacunas de su época en un tono similar:
Quisiera plantear un desafío a la manera del de Monte Carmelo a diez sacerdotes de Baal no vacunados. Elegiré a diez personas vacunadas para colaborar durante la próxima epidemia grave, junto con diez personas no vacunadas (si existen). Debería elegir a tres miembros del Parlamento, a tres médicos antivacunas, de haber alguno, y a cuatro activistas antivacunación. Y voy a hacer esta promesa: no me burlaré de ellos cuando contraigan la enfermedad, sino que los cuidaré como a hermanos; y a los cuatro o cinco que seguramente morirán, intentaré prepararles un funeral con toda la pompa y la ceremonia de una manifestación antivacunas.
Para Kinch, la comprensión humana de la enfermedad avanza mediante la perseverancia resuelta, súbitas iluminaciones y una gran medida de suerte. Muchos conocen cómo se produjo el descubrimiento de la penicilina, cuando Alexander Fleming halló involuntariamente que el hongo Penicillium había destruido sus muestras de bacterias; se encuentran historias similares desperdigadas a lo largo de toda la historia de la medicina. Kinch describe los pasos a través de los cuales la humanidad llegó a comprender y luego a derrotar (mediante la vacunación) la difteria, el cólera, la rabia y la tos convulsa o pertusis. Se trata de vacunas que administro de forma regular en mi consultorio. Tengo la suerte de no haber visto ninguna de las tres primeras enfermedades en mi trabajo, pero lamentablemente la tos convulsa ha retornado como consecuencia de la caída en los índices de vacunación.
En 1947, 20.000 niños murieron de tos convulsa en Japón; hacia 1972, gracias a la vacunación, la cifra de muertos fue cero. Más tarde, en el invierno de 1974-1975, se produjeron dos muertes tras la administración de la vacuna a las que se dio mucha publicidad, y los índices de vacunación cayeron en picada; hacia fines de la década de 1970, la enfermedad había resurgido en el país y mataba a más de cuarenta personas por año. Reacciones adversas similares hicieron que a principios de la década de 1980 los juicios contra fabricantes de vacunas se convirtieran en un gran negocio en Estados Unidos, y la producción fue abandonada por un laboratorio tras otro. En 1986 el presidente Ronald Reagan firmó la Ley Nacional de Protección contra Lesiones Causadas por Vacunas en la Niñez para resguardar a las empresas de los litigios, y esto a la vez sembró la desconfianza entre los padres que pensaban que el gobierno y las grandes empresas farmacéuticas tenían algo que ocultar. La desconfianza abrió el camino a la debacle de la vacuna triple viral, que un artículo de 2011 publicado en Annals of Pharmacotherapy llamó “quizás […] el engaño médico más perjudicial de los últimos cien años”. En 1998, el médico inglés Andrew Wakefield, hoy desacreditado, publicó el resultado de una serie cuidadosamente seleccionada de estudios médicos realizados a doce niños, que asociaba la vacuna triple viral con el autismo. The Lancet, la revista científica que lo había publicado, finalmente se retractó de las afirmaciones del artículo, pero el daño ya estaba hecho.
Kinch estima que el sarampión causó 200 millones de muertes durante los últimos 150 años. No puedo evitar preguntarme si algunos de los niños del memorial de Mary West murieron a causa de esta enfermedad. La aplicación de la vacuna triple viral produce una reducción de 99,99% en el número de casos y de 100% en la cantidad de muertes. Sólo en Irlanda (con una población de 4,76 millones), se estima que la caída en el nivel de vacunación con triple viral entre la publicación del artículo de Wakefield y el año 2000 produjo más de cien hospitalizaciones y tres muertes.
Hoy se sabe que Richard Barr, un abogado inglés, puso en contacto a Wakefield con los doce niños del estudio de The Lancet. Ninguno de los niños era del área de Londres donde Wakefield trabajaba; de hecho, uno fue traído especialmente desde Estados Unidos. Wakefield alegó que “no hubo conflicto de intereses”, pero había recibido más de 50.000 libras por su trabajo como experto en un juicio que Barr estaba preparando y había presentado patentes de vacunas alternativas. “Al parecer Wakefield no se oponía al uso de vacunas –señala Kinch–, sino simplemente al uso de aquellas de las que no tenía la propiedad intelectual” (4).
Los niños que no han recibido vacunas pueden portar una enfermedad de manera asintomática y diseminarla entre los miembros más vulnerables de su comunidad. La vacunación puede reducir en un niño el riesgo de una enfermedad en un 99% o más, pero uno nunca sabrá si él personalmente se benefició de ella. Las reacciones adversas a la vacunación son infrecuentes, pero alcanza con que las sufran sólo unos pocos niños para que la confianza pública se evapore. La epidemia de polio de 1952 infectó a 58.000 estadounidenses y produjo parálisis en 21.000; Kinch evoca vívidamente los pulmotores que se popularizaron en aquella época. Rápidamente se desarrollaron vacunas contra la polio. En 1954, los Laboratorios Cutter de California fabricaron una vacuna que contenía un virus inactivado de forma inadecuada. Se cree que se fabricaron más de 100.000 dosis de esta vacuna; 192 personas sufrieron parálisis después de recibirla y diez murieron. Al año siguiente, el temor a la vacunación aumentó y la polio resurgió con 28.000 casos.
Los niños que no han recibido vacunas pueden portar una enfermedad de manera asintomática y diseminarla entre los miembros más vulnerables de su comunidad. La vacunación puede reducir en un niño el riesgo de una enfermedad en un 99% o más, pero uno nunca sabrá si él personalmente se benefició de ella.
Algunos pacientes me dicen que desconfían de la vacunación porque han visto la verdad en la televisión. Documentales como DPT: Vaccine Roulette [DTP. La ruleta de las vacunas] (1982), de la cadena WRC, sobre la vacuna triple bacteriana (contra la difteria, el tétanos y la tos convulsa), distorsionaron descaradamente los hechos y con información errónea despertaron temor en los espectadores buscando alcanzar un rating mayor. La intervención de Reagan alimentó la llama de las teorías conspirativas, y el estudio sobre la triple viral de Wakefield condujo a muchos a desconfiar de la ciencia, así como de los procesos de veto de las publicaciones científicas. En su libro The Vaccine Race: Science, Politics and the Human Costs of Defeating Disease [La carrera de las vacunas. Ciencia, política y costo humano de derrotar a las enfermedades], la periodista especializada en temas médicos Meredith Wadman explora otra motivación del movimiento antivacunas: los métodos mediante los cuales se producen.
Los virus no crecen fuera de células vivas; para producir vacunas en cantidad, se necesitan miles y miles de millones de células donde hacerlos crecer. Hacia el final del libro, Wadman visita una fábrica de vacunas de rubeola y describe el proceso moderno:
Al final de una serie de antesalas de vestuario y esclusas que aseguran que el aire del exterior nunca ingrese, técnicos encapuchados vestidos con monos blancos y calzado con punta de metal y cordones verdes que los identifican para ambientes estériles revisaban cientos de botellas de plástico cilíndricas de dos litros que rotaban lentamente, con los lados brumosos por las células WI-38 que crecen en su interior y el caldo de cultivo repleto de virus de rubeola.
The Vaccine Race es la historia no sólo del desarrollo de las vacunas, sino la de estas células WI-38 en particular, y es también una biografía del científico que las desarrolló, Leonard Hayflick. En el camino, muestra los avances en la ética médica desde la década de 1950 y cómo la medicina se ha mercantilizado de manera creciente.
Durante las primeras épocas del desarrollo de las vacunas, se usaban células de riñón de mono para cultivar los virus, porque allí se reproducen con rapidez y, bajo las condiciones adecuadas, pueden producir diez veces más virus que en una célula humana equivalente. Pero los virus se comportan de un modo diferente en las células de mono que en las células humanas y con su uso se corre el riesgo de transmitir virus del animal a los seres humanos.
En cambio, las células WI-38 de Hayflick eran de origen humano, libres de contaminantes virales y resultaron ser ideales para el cultivo de muchos tipos diferentes de virus humanos. Se reproducen de forma abundante y su medio de crecimiento se puede ajustar para debilitar algunos virus o mejorar el rendimiento de otros. Lo que fue y sigue siendo controvertido es que cada una de las billones de células WI-38 que se han usado a escala mundial desde principios de la década de 1960 derivan de unos pocos gramos de tejido pulmonar extraído de un único feto originado en un aborto hecho en Suecia. “WI” hace referencia al Wistar Institute de Pensilvania donde trabajaba Hayflick, y “38”, al feto y al órgano (en este caso, el pulmón) de su serie de experimentos. Hasta que Hayflick no demostró la seguridad y la versatilidad de las células WI-38, la única célula humana que se usaba ampliamente en los laboratorios era HeLa, derivada del cuello del útero canceroso de una mujer estadounidense, Henrietta Lacks.
A principios de la década de 1960, el aborto era ilegal en todo Estados Unidos; de hecho, en el estado de Pensilvania no se permitía ni siquiera en los casos en que la vida de la mujer embarazada corría peligro. Hayflick trabajó con Sven Gard, un virólogo sueco cuyos contactos con el Instituto Karolinska de Estocolmo permitieron que se importara tejido fetal a Estados Unidos para su uso en laboratorio. El aborto se legalizó parcialmente en Suecia en 1938, y los registros médicos detallados que lleva el Estado de bienestar sueco permitieron a Hayflick acceder a información precisa sobre la salud y la genética de cada feto.
En un panfleto de 1972 titulado “Women, the Bible and Abortion” [La mujer, la Biblia y el aborto], publicado por el médico Forest Stevenson Jr., donde se asociaba la interrupción del embarazo con el comunismo y Hitler, se difamaba a Hayflick sugiriendo que su investigación involucraba la matanza de bebés después de haberles inyectado el virus. Hayflick amenazó con una demanda y Stevenson se retractó, pero la mentira había empezado a circular. En 2003, un grupo de lobby antivacunas solicitó al Vaticano que asentara su posición sobre la moralidad de la vacunación con células WI-38. Dos años después, la Academia Pontificia para la Vida estableció que el uso era legítimo en tanto no existieran alternativas disponibles, “a fin de evitar riesgos graves no sólo para los propios niños, sino también […] para las condiciones sanitarias de la población en su totalidad, en especial para las mujeres embarazadas”. La compañía farmacéutica Merck sugirió inicialmente que continuaría con la producción de vacunas menos eficaces y mucho más caras para quienes objetaran moralmente el uso de las WI-38, pero luego se echó atrás. En 2015, tras un brote de sarampión en Disneylandia, el lobby que había peticionado ante el Vaticano emitió un comunicado titulado “Culpen a Merck, no a los padres”.
Las objeciones religiosas a la vacunación se extienden más allá del ámbito del catolicismo. En un escándalo reciente de información falsa, panfletos que sostenían erróneamente que las vacunas no eran kosher y contenían “ADN de mono, rata y cerdo, así como suero de vaca” apuntaron a comunidades judías ultraortodoxas, lo que condujo a brotes de sarampión en la ciudad de Nueva York y en el condado de Rockland. En abril, el alcalde Bill de Blasio declaró la emergencia sanitaria para hacer obligatoria la aplicación de la vacuna contra el sarampión en individuos no vacunados, bajo pena de una multa en caso de negarse.
The Vaccine Race ofrece un relato exhaustivo de la vida profesional de Hayflick y de sus numerosos conflictos con las autoridades gubernamentales (la División de Estándares Biológicos de Estados Unidos permaneció tercamente aferrada al uso de células animales hasta mucho tiempo después de que se hubiera demostrado la superioridad de las células WI-38 de origen humano que usaba Hayflick). Wadman reconoce brevemente que otra línea de células originadas en un feto humano, MRC-5, también fue fundamental en el desarrollo de muchas de las vacunas más usadas en la actualidad, pero limita el alcance de su libro al trabajo de Hayflick. De un modo controvertido y muy poco usual en su época, Hayflick comercializó sus técnicas de laboratorio e incluso fundó una empresa para obtener ganancias por la venta de células WI-38 que habían sido donadas con fines de investigación. The Vaccine Race también echa luz sobre la experimentación médica sistemática, sin consentimiento, que se llevó adelante en forma usual en huérfanos, prisioneros, personas de color y niños con dificultades de aprendizaje durante las décadas de 1950 y 1960, una práctica que sólo disminuyó a partir de la publicación en 1966 del artículo condenatorio de Henry Beecher “Ethics and Clinical Research” [Ética e investigación clínica] en el New England Journal of Medicine.
Es probable que nadie que tenga sospechas sobre el modo en que se producen las vacunas modifique su posición por el relato de Wadman. Between Hope and Fear, el libro de Kinch, apunta a un público lector amplio, pero es muy posible que tampoco a él le resulte fácil convencer a los escépticos de las vacunas. En tanto empresario de biotecnología cuya investigación ha estado parcialmente financiada por las grandes empresas farmacéuticas y realizada en asociación con ellas, si bien alega imparcialidad científica, es vulnerable a las acusaciones de tener una visión sesgada. Pero se muestra confiado en que los hechos hablen por sí mismos:
Quienes rechazan las vacunas en la actualidad ya no pueden alegar ignorancia. […] Los hechos demuestran que las vacunas salvan cada año las vidas de incontables millones de personas en todo el mundo. Negar este hecho excede los límites del sentido común y sería un acto de absoluta negligencia que un médico tomara la decisión de no vacunar. Está claro que esto no ocurre. La decisión de evitar las vacunas es tomada por los padres. Tal vez tengan buenas intenciones, pero su comportamiento es absolutamente egoísta.
El libro de Reich probablemente sea el más convincente para los antivacunas. Reich prefiere un enfoque menos agresivo que el de Kinch y señala que, como socióloga, en general le resulta contraproducente representar a los padres que rechazan las vacunas como “idiotas o ignorantes en el mejor de los casos, a veces incluso como delirantes o egoístas”. La autora explica que vacunó a todos sus hijos y su motivación para hacerlo es admirablemente sintética: “Confío en que las vacunas son mayormente seguras y acepto que cada uno puede absorber un riesgo mínimo para proteger a los más vulnerables de la comunidad”. Plantea que las vacunas deberían presentarse menos como intervenciones médicas que como medidas de salud pública, comparables al agua potable, la legislación sobre inspección de alimentos, la seguridad contra incendios o el monitoreo de la calidad del aire, “todas las cuales resultarían difíciles de implementar por su cuenta para un individuo”. Sus conclusiones están organizadas bajo títulos que podrían plantearse como recomendaciones: “Basta de promocionar las vacunas como si sólo produjeran un beneficio individual”, “Ocuparse de los incentivos a la ganancia”, “Cómo los reguladores pueden ganar la confianza” y, fundamental, “Erradicar la cultura de culpar a las madres”. Nos pide que reconozcamos más en general cómo las medidas que tienen como objetivo el bien público suelen exigir que los individuos renuncien a cierta libertad personal en beneficio de la comunidad, tal como lo hace Eula Biss en Inmunidad. Al igual que Biss, Reich reconoce que la vacunación es un acto social tanto como personal, y se ha asegurado por sí misma de que cualquier material usado en las vacunas suele tener un origen más “natural” que las drogas que se utilizan en el tratamiento de enfermedades infecciosas.
En conversaciones con padres en mi consultorio, lo que intento es poner el énfasis en la seguridad de la vacunación, que está bien documentada, y en presentar las vacunas como tutores que enseñan al cuerpo de cada niño a responder a infecciones peligrosas. Es casi de todas las formas posibles un modo más lógico de controlar una infección que la administración de antibióticos a un paciente una vez que se ha infectado. A fin de cuentas, depende de que el sistema inmunológico del niño se involucre y produzca una respuesta activa. Todo niño que juega en el suelo se está autovacunando contra una miríada de organismos, incluso rasparse la rodilla implica introducir en el cuerpo una cantidad de material extraño mucho mayor que lo que introduce cualquier vacuna.
Un siglo atrás, la infancia era una fase peligrosa de la vida. Después del escándalo de desinformación sobre la vacuna triple viral, pareció que volvía a ser así. En el período 2003-2004, la vacunación con triple viral cayó en algunas partes del Reino Unido por debajo del 80%, una cifra muy inferior al umbral de inmunidad de masa –la proporción de toda población que debe ser vacunada para que quienes no han sido vacunados permanezcan protegidos–. El objetivo de la Organización Mundial de la Salud es 95%. Los índices de vacunación se recuperaron a un pico de 92,7% en el período 2013-2014, pero el último año registró la cuarta caída consecutiva en la vacunación de la triple viral en Inglaterra (en Escocia, en cambio, el índice de vacunación ha permanecido en torno al 95% durante los últimos diez años). En Estados Unidos, los índices de inmunización de 2017 –los datos disponibles más recientes– muestran una enorme variación regional, de 85,8% en Missouri a 98,3% en Massachusetts, pero la tendencia general, al menos para la triple viral, es positiva.
Brotes recientes de sarampión han llevado a las legislaturas de muchos estados, entre ellos Maine y Nueva York, a introducir proyectos de ley de salud pública que limiten la atribución de los padres de evitar la vacunación de sus hijos (el estado de Washington aprobó una medida de este tipo en abril). Pero este año se registró también el máximo número de proyectos de ley para ampliar las exenciones. La conclusión de Reich de que “las enfermedades infecciosas no pueden seguir siendo un asunto privado” podría valer para cualquiera de los tres libros. En nombre de la salud y la seguridad de todos, esperemos que este mensaje logre hacerse escuchar.
Calling the Shots: Why Parents Reject Vaccines
de Jennifer A. Reich, NYU Press, 2016, 336 págs.
Between Hope and Fear: A History of Vaccines and Human Immunity
de Michael Kinch, Pegasus, 2018, 352 págs.
The Vaccine Race de Meredith Wadman
Penguin, 2017,464 páginas.
1. Jerome Groopman reseñó el libro en The New York Review of Books, 5 de marzo de 2015. [Hay edición en español: Dioptrías, 2015].
2. El verbo “inoculate” en inglés es equivalente de “vacunar” en español, donde “inocular” (una vacuna) es de uso menos frecuente. [N. de T.]
3. En 1978, una fotógrafa médica británica, Janet Parker, se convirtió en la última víctima fatal de la viruela. La contrajo a través de los conductos de aire de un laboratorio de microbiología con un control infeccioso inadecuado, que estaba ubicado en el piso de abajo de su cuarto oscuro. El responsable del laboratorio, Henry Bedson, se suicidó mientras cumplía la cuarentena en su hogar.
4. A Wakefield se le revocó la matrícula en el Reino Unido en 2010, pero esto no impidió que continuara haciendo campaña contra la vacunación en Estados Unidos. De hecho, fue invitado a una de las galas inaugurales del presidente Donald Trump. Véase Sarah Boseley, “How Disgraced Anti-Vaxxer Andrew Wakefield Was Embraced by Trump’s America”, The Guardian, 18 de julio de 2018.
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Este artículo pertenece a la Review. Revista de Libros número 20. Suscribite aquí
Traducción: Leonel Livchits
* Médico y escritor. Entre sus libros, por los que recibió numerosos premios, se incluyen Aventuras por el ser humano (Plataforma, 2016) y Shapeshifters: A Journey Through the Changing Human Body (2018).
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