Tenso
En esa máquina afiebrada de reescritura permanente de la historia que es el debate público argentino, los críticos de Néstor Kirchner tienden a enfocarlo desde dos ángulos contradictorios: el Kirchner ideológico, maximalista y desmesurado (un libro de Joaquín Moralés Solá de 2008 se titulaba justamente así); y el Kirchner amoral, ultraflexible, dispuesto a todo. Se he llegado a decir, casi en el mismo párrafo, que Kirchner se negaba a sentarse a dialogar con la oposición y que era un pragmático capaz de aliarse con quien mejor le conviniera con tal de conservar el poder.
Esta línea argumental turbada deja sin embargo entrever una secuencia que sí se ajusta a la realidad: Kirchner libraba batallas duras (desmesuradas) que daban como resultado un nuevo orden que luego administraba con realismo (pragmatismo). Sucedió en la economía, en América Latina, en el peronismo. Quizás el ejemplo más notable, por lo temprano, haya sido el desafío a Eduardo Duhalde en las elecciones legislativas de 2005, apenas dos años después de haber asumido el poder en una situación de debilidad extrema. Una jugada riesgosa (la pregunta de qué hubiera pasado si Chiche Duhalde le ganaba a Cristina nos hunde en una espiral de vértigo), pero que una vez consumada le permitió alinear al PJ nacional con su gobierno a través del control político del Conurbano, dominio que heredó –y renovó– Cristina, y que explica en buena medida la evolución de la política argentina… hasta la actualidad.
Kirchner calculaba, se lanzaba como un tiburón sobre su presa y por fin estabilizaba un sistema que –acá reside uno de sus rasgos más singulares– gestionaba con esmero: la escena del joven intendente recorriendo Río Gallegos para anotar en una libretita los focos quemados de las calles es ilustrativa. Por un lado, entonces, la política como campo de batalla, la identificación personalizada del adversario (Kirchner fue el primer referente público importante desde Julio Ramos en decir “Magnetto”), la hipérbole (“comandos civiles”). Un brillo killer en los ojos. Pero también el seguimiento obsesivo del trabajo del gabinete, la intervención directa sobre los temas, el llamado matutino al presidente del Banco Central para conocer los números de la economía. El atril de los discursos furiosos y el cuaderno Gloria con los datos de reservas.
Kirchner no fue un simple gestor eficiente, un mero administrador de las cosas dadas. Hubo en él una voluntad épica, un afán epopéyico que le permitió expandir los espacios de lo que se creía que se podía y no se podía hacer en Argentina, y que fue la energía política de una gestión claramente transformadora. Bajo presión, Kirchner reaccionó con decisiones sorpresivas en clave de retruco-vale cuatro, como el juicio a la Corte Suprema, la política de derechos humanos o la renegociación de la deuda, lo que no le impidió retroceder cuando creía que no podía ganar, como durante las marchas de Blumberg o las alianzas móviles con el pejotismo. Quizá por esta inclinación a fugar hacia adelante hubo momentos, sobre todo durante el conflicto del campo, en que kirchneristas y antikirchneristas parecieron actuar como si estuvieran frente a un líder revolucionario o un tirano, cuando en realidad nunca se salió, ni en sus momentos más duros, de los límites económicos del capitalismo, ni de los límites institucionales de la democracia.
No fue un presidente perfecto: una sombra sigue pendiendo sobre su responsabilidad en los actos de corrupción probados contra funcionarios cercanísimos. Y a veces erró el cálculo: una vez más, durante el conflicto del campo. Pero fue un líder consecuente, orientado por los principios de la justicia social, el desarrollo económico y la unidad latinoamericana, que dio lo mejor de sí y murió demasiado pronto. Tiene razón Mario Wainfeld: Kirchner supo. Y acierta Beatriz Sarlo: audacia y cálculo. Oscilando entre confrontación y negociación, entre gesta y gestión, su marca fue precisamente esa cualidad bifronte, siempre en el borde, fronteriza. Como Roosevelt o Willy Brandt, como Chávez o Evo, Kirchner fue un reformista (la definición es un elogio), pero un reformista sumido en una profunda intranquilidad, una disconformidad estructural con los sub-óptimos de la democracia, que sin embargo aceptaba. Kirchner fue un reformista tenso.
© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur