INFANCIA Y CONFINAMIENTO

Un sol para los chicos

Por José Natanson
Entre las múltiples dificultades que trae la cuarentena, una de las más angustiantes es el encierro de los niños. Privados súbitamente de sus rutinas y afectos, se les exige además, como señala el sociólogo español César Rendueles, una actitud heroica. ¿Es posible pensar en opciones de “salidas controladas” como existen en otros países?
Loló Arias (Instagram: @dibujosconluz)

En Flexible bodies (Penguin), la antropóloga Emily Martin analiza la evolución de los conceptos de contagio, salud e inmunidad en la cultura y la sociedad estadounidenses, de la polio de los años 40 al SIDA de los 80, a través de la revisión de publicidades, programas de televisión, seminarios científicos y reuniones de autoayuda. Martin relata la construcción paulatina de un nuevo ideal de cuerpo –el cuerpo flexible que da título a su libro– supuestamente mejor preparado para enfrentar los desafíos de un ambiente cambiante y potencialmente peligroso. Su tesis es que, aunque el agente que trasmite una cierta enfermedad es biológico, el modo en el que se propaga es resultado del contexto social en el que se inserta (es socialmente construido), por lo que, entender una pandemia, exige considerar no solo los aspectos médicos sino también un “sistema complejo” que articula sociedad, economía y cultura. El virus del HIV, por ejemplo, se transmite a través del intercambio sexual, pero su circulación puede limitarse en una sociedad en la que el empoderamiento de la mujer la habilita a rechazar una relación sin protección, o en un contexto cultural plural en el que las diversidades pueden ejercer su vida sexual fuera de las catacumbas.

Esto se ve, entre otros miles de ejemplos, en Némesis, feroz novela de Philip Roth sobre los estragos que produce la polio en el barrio de Newark en los años 40, el drama de sus efectos casi siempre letales en los chicos, pero sobre todo la angustia de no saber cómo se transmite (años después se comprobaría que se propaga a través de la materia fecal), lo que lleva a los aterrados vecinos a buscar sucesivos culpables: unos niños italianos de un vecindario rival que escupen en el piso, una tienda de hot dogs de dudosa limpieza y los partidos de béisbol que el profesor de gimnasia insiste en organizar bajo el sol abrasador del verano.

Mascotas sí, niños no

La perspectiva de Martin se verifica en tiempos de coronavirus. Aunque, a diferencia de lo que ocurría con la polio y antes con la gripe española o la peste, hoy conocemos el código genético del Covid-19, sabemos cómo se contagia y cuáles son los grupos de riesgo, y aunque las campañas de información oficial han sido claras y contundentes al respecto, de todos modos circulan ideas equivocadas que ensombrecen el comportamiento social y agrietan la convivencia ciudadana: quizás la más extendida sea aquella que señala que los niños contagian el virus en mayor medida que los adultos, que son “supercontagiadores”, minibombas biológicas capaces de propagar la enfermedad con espectacular eficacia.

Los niños con coronavirus pueden no manifestar síntomas, y las chances de que la infección derive en una dolencia grave son mínimas, pero su capacidad de contagio, según la Organización Mundial de la Salud, es la misma que la de los adultos. Y sin embargo, cualquier padre que se vea obligado a salir a la calle con un chico pequeño en estos días sabe que la mirada social se posará sobre él con todo el peso de su afán reprobatorio, y que incluso se expone a una advertencia áspera por parte de los integrantes de las fuerzas de seguridad, inmunes al hecho de que el chico esté ahí parado escuchando como regañan a su progenitor. Algunos comercios directamente prohíben el ingreso con menores. No hace falta transgredir nada: un padre puede verse en la necesidad de salir con su hijo porque la madre es médica y no tiene con quién dejarlo, por ejemplo, porque vive solo –o, más comúnmente, sola– con el chico, porque tiene que llevarlo al médico o porque está separado –o separada– y el otro padre tiene que trabajar, todos motivos perfectamente justificables que no impiden que el linchamiento social –lo que en España llaman “policía de balcón” – se ensañe y denuncie.

Mientras tanto, el dueño de un perro puede caminar todas las cuadras que quiera sin que lo molesten, kilómetros y kilómetros de maratón canina si así lo desea. Es cierto que los niños transmiten la enfermedad y las macotas, al menos hasta donde se ha podido comprobar, no. Pero ambos responsables, de niño y de mascota, son igualmente vectores. ¿Por qué creer que el paseador de perros va a tener un comportamiento más responsable que el paseador de niños? La cuestión activó un intenso debate en España a partir del discurso en el que el presidente Pedro Sánchez anunció la cuarentena y le dedicó más menciones y espacio a la situación de los perros que a la de los niños.

Como señala el sociólogo español César Rendueles, que viene advirtiendo sobre el carácter adultocéntrico que está teniendo la respuesta a la crisis en su país, se les está pidiendo a los niños una actitud heroica, que entiendan sin chistar una situación que les resulta ajena, se porten bien, dejen trabajar a los padres y hagan las tareas. “Y eso –escribe Rendueles– sin entrar en la cruel paradoja del progenitor con hijo pequeño y perrito: ¿cómo le explicas al niño que sales con (pongamos) Bobby a dar un paseo, y él se queda en la casa lamiendo los barrotes?”.

En España, los especialistas alertan acerca de los efectos que el confinamiento puede causar en los chicos, en particular en aquellos que viven en departamentos o casas pequeñas sin salida al exterior: además de alimentarse y educarse, los niños necesitan correr, estar al sol, vitamina D. No se trata, explica Rendueles, de pedir que reabran las plazas o las escuelas, ni mucho menos de que vayan a visitar a los abuelos, sino de considerar algún diseño que les permita salir un rato a respirar. En Francia, Italia, Suiza, Austria y Bélgica las cuarentenas obligatorias contemplan la posibilidad de que los padres hagan “salidas controladas” –limitadas a un radio de uno o dos kilómetros de su hogar, sin utilizar plazas y preferentemente de a uno– con sus hijos.

El gobierno de Alberto Fernández ha reaccionado con responsabilidad y agilidad a la crisis, con el ojo puesto en los grandes universos castigados –jubilados que cobran la mínima, trabajadores informales, familias que requieren ayuda alimentaria– y la empatía necesaria para incluir excepciones –personas que necesitan asistencia especial, personas que viven en la calle, mujeres víctimas de violencia de género, discapacitados–. En la última conferencia de prensa el presidente se refirió incluso a la actividad física y al running, aunque aclaró que aún no ha llegado el tiempo de liberarlo. Quizás, cuando comience a abrir gradualmente la cuarentena, debería considerar no sólo la situación laboral y económica de otros sectores afectados, como el pequeño comercio o los profesionales independientes, sino también la de los chicos, que vieron interrumpida su escolaridad de un día para el otro, se encuentran privados del vínculo con sus amigos, familiares y abuelos y viven expuestos al malhumor de padres estresados por la incertidumbre económica y –en los más privilegiados– las exigencias infernales del teletrabajo.

© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur

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