Una crisis múltiple
Brasil vive la crisis más severa desde la recuperación democrática iniciada en 1985. Se trata de una crisis múltiple, que afecta de manera simultánea a casi todos los planos de la vida social. Aunque cada una de las dimensiones de la crisis obedezca a dinámicas que le son propias, la circunstancia de que se den al mismo tiempo hace que se retroalimenten unas a otras, complejizando su resolución. Se han concatenado los elementos de una tormenta perfecta. A un año de la destitución de la presidenta Rousseff y de la instalación del gobierno del presidente Temer –apoyado por una sólida mayoría parlamentaria, empeñado en un drástico ajuste fiscal y en un conjunto de reformas de clásico corte neoliberal–, el país enfrenta una nueva y profunda crisis política. Producto de la delación compensada de Joesly Batista, dueño de la mayor empresa de producción de proteína animal del mundo, el Tribunal Supremo Federal ha autorizado a la Procuraduría Federal la apertura de una investigación al Presidente de la República, acusado de los delitos de obstrucción a la justicia, corrupción y organización delictiva. El senador Aecio Neves, presidente del PSDB, uno de los partidos de la coalición gobernante, ha sido suspendido de sus funciones parlamentarias y enfrenta investigaciones por delitos similares. La estabilidad del Gobierno está severamente cuestionada. La nueva crisis está, al escribir estas líneas, en pleno desarrollo, y podemos descartar la posibilidad de que el presidente sea destituido. El desenlace es aún incierto y de muy difícil pronóstico. Repasemos algunos de los aspectos más significativos de esta crisis.
Una profunda recesión económica
Desde el punto de vista económico, Brasil lleva más de dos años de una profunda recesión. En 2015 la economía tuvo un crecimiento negativo de 4,1%, y en 2016, de 3,6%; el decrecimiento acumulado de 7,7 es brutal. Este año se supone que la recesión ha tocado fondo y que habrá un leve crecimiento, del orden del 0,5% al 1,0%. No obstante lo cual, Brasil sigue ubicándose entre las siete u ocho mayores economías del mundo. En cualquier caso, esta crisis económica es la mayor en la historia contemporánea del país. El desempleo ha superado los dos dígitos, ha crecido el empleo informal, lo que se debería traducir en un aumento de los niveles de pobreza, variable según las políticas sociales que acompañen al inevitable ajuste fiscal.
La novedad de la primera década del siglo XXI en Brasil, con los gobiernos de Lula y el primer gobierno de Dilma, fue la combinación de un período de crecimiento económico relativamente alto, de sustantiva disminución de la pobreza y del inicio de un proceso de disminución de las desigualdades –históricamente de las más altas del mundo–. Fue un proceso inédito, pues si bien Brasil había tenido otros períodos de alto crecimiento, como el “milagro brasileño” de los años sesenta, no fueron acompañados de procesos de inclusión social, y el país continuó siendo una sociedad profundamente fracturada. Cuando Lula siendo candidato afirmó que su programa consistía en que “la mayoría de los brasileños comiera tres veces al día”, expresaba la urgencia de erradicar niveles de pobreza, desigualdad y exclusión incompatibles con una democracia y una sociedad modernas.
La política macroeconómica de los dos gobiernos de Lula fue bastante convencional, preocupada en mantener los equilibrios fiscales y controlar la inflación, utilizando para ello altas tasas de interés y una política de libre flotación cambiaria. Ello permitió la acumulación de un stock de reservas considerable. La deuda pública se mantuvo en niveles razonablemente bajos. La política social, particularmente agresiva, se articuló en dos ejes principales: un conjunto de programas focalizados en los sectores más vulnerables dirigidos a erradicar la pobreza mediante una transferencia directa de recursos para garantizar el acceso a consumos básicos (Bolsa Familia fue el principal); y programas orientados a permitir el acceso a la vivienda y a la educación técnica y superior (Minha Casa, Mais Educação, Bolsa Escola, entre otros). Todo complementado con una política consistente de aumento del valor real del salario mínimo, de estímulo a la formalización del mercado de trabajo y de incorporación a los sistemas de créditos al consumo de vastas camadas de consumidores. La suma de tales políticas significó un aumento considerable de la demanda interna: superaron el umbral de la pobreza unos 40 millones de personas, el equivalente a la población de un país como la Argentina. La ampliación del mercado interno y un prolongado período de altos precios de materias primas que favoreció la expansión agroindustrial y minera, constituyeron los motores privilegiados del crecimiento.
A este somero resumen habría que agregar la implementación de políticas de fomento productivo orientadas tanto a las empresas de menor tamaño como a las multinacionales brasileñas en condiciones de alcanzar competitividad global. Durante todo el período coexistieron en el interior de la conducción económica del país las tensiones propias de aproximaciones neoliberales y neodesarrollistas. En los tiempos de bonanza, dicha coexistencia no fue en absoluto traumática, y dio como resultado la combinación de una política macroeconómica ortodoxa con una activa política de transferencia de rentas y de ampliación del crédito al consumo a los sectores que superaban la pobreza y a los trabajadores formalizados.
Durante este período todos los sectores sociales ganaron: los pobres, los trabajadores, los exportadores, la industria y los servicios volcados al mercado interno y el sector financiero. Hubo un atraso relativo de la industria debido principalmente a dos razones: la sobrevaluación del real que hizo que la industria perdiera competitividad; y un dólar barato que incentivó la importación de partes y piezas industriales, impactando negativamente en la producción local.
En ese contexto económico, el gobierno logró sortear con éxito el impacto político provocado por el escándalo del llamado Mensalao, y triunfar holgadamente con Dilma Rousseff en la segunda vuelta de las elecciones de 2010. Durante el primer año del gobierno de Dilma se aplicó una política más bien restrictiva por temor a un rebrote inflacionario. Luego, bajo la conducción del ministro de Hacienda Guido Mantega, se produjo un giro respecto de la política económica seguida por los dos gobiernos de Lula. El nuevo diseño se denominó “Nueva Matriz Económica”, con una marcada orientación industrialista. Sus rasgos distintivos fueron, en primer lugar, una flexibilización del llamado trípode macroeconómico: se forzó la disminución de la tasa de interés con el objetivo de incentivar la inversión productiva; se implementó una política cambiaria activa para impedir la apreciación del real e incentivar la producción nacional; y se ejecutó una política fiscal moderadamente expansiva. En segundo lugar, se implementó una activa política de incentivos a la oferta industrial mediante la ampliación del crédito público, el control de los precios de la energía, el subsidio directo a la contratación de mano de obra y exenciones tributarias. En estas circunstancias se produjo el dramático descenso de los precios de los commodities provocado por la desaceleración de la economía china. Se sumó el hecho de que la política de la Nueva Matriz Económica no logró producir la reactivación industrial y productiva que pretendía. En 2013, el crecimiento alcanzó el 2,5% y en 2014 la economía se estancó provocando una brusca disminución de los ingresos, y luego una creciente crisis fiscal.
Durante el año electoral de 2014, el gobierno no dimensionó la magnitud de la crisis económica, ni su dimensión fiscal. La campaña de Dilma reiteró los ejes de la política económica seguida hasta entonces, acusando al programa de la oposición de impulsar una política de ajuste neoliberal que pondría en jaque los avances sociales de la década y media anterior.
El impeachment
La crisis del sistema político tuvo un punto de inflexión dramático cuando el impeachment contra la presidenta Rousseff fue aprobado por una mayoría superior a los dos tercios tanto en la Cámara de Diputados como en el Senado. Este proceso brasileño ha vuelto evidente el agotamiento del denominado presidencialismo de coalición sobre el cual se ha construido la gobernabilidad del país desde la aprobación de la Constitución de 1989. El último episodio de esta crisis no hace más que confirmar este pronóstico. Su resolución en el marco constitucional es altamente problemática. Profundiza la tendencia a que el Poder Judicial se convierta en el espacio privilegiado donde se dirimen los principales conflictos políticos que atraviesan la sociedad, al menos mientras no se construya un nuevo y amplio acuerdo institucional.
El sistema político se ha estructurado en torno a dos grandes partidos de carácter nacional, con proposiciones programáticas definidas y con dos fuertes liderazgos: el Partido de la Social Democracia Brasileira (PSDB), con Fernando Henrique Cardozo, y el Partido de los Trabajadores (PT) con Luiz Inacio Lula da Silva. Para conquistar la Presidencia y luego gobernar se ven obligados a articular amplias alianzas. Un papel central en este esquema lo tiene el PMDB, heredero del partido de oposición tolerado por el régimen militar; jugó un papel central en la transición democrática, y tiene una sólida implantación nacional y regional, junto a una débil cohesión ideológica. Desde 1996, el PMDB estuvo siempre en el gobierno nacional: en los dos períodos de Fernando Henrique, los dos de Lula y los dos de Dilma.
Durante los últimos años aparecieron partidos de tamaño mediano, con poca o nula consistencia ideológica o programática salvo en temas específicos, que se convierten en factores indispensables para construir mayorías parlamentarias. Se los denomina “partidos fisiológicos” por su voracidad clientelar. En la actual Cámara de Diputados, el “Centraõ”, como se denomina al conjunto, reúne unos doscientos parlamentarios. Tanto el sistema electoral como la distribución de los codiciados espacios de radio y televisión pagados por el Estado en las campañas electorales y el sistema de financiamiento público de los partidos políticos, estimulan su multiplicación, así como el loteamiento partidista de la administración central y las empresas públicas.
Más complejo resulta analizar las causas de la pérdida de apoyo popular y de la mayoría parlamentaria del gobierno de Dilma en un lapso muy breve. A semanas de asumir su segundo mandato, el gobierno dio un giro sustantivo a su política económica nombrando a Joaquín Levy, economista de clara orientación neoliberal, quien propuso una política clásica de ajuste fiscal como condición básica para que la economía y los mercados recuperaran confianza y dinamismo. Esta política contradecía las promesas realizadas en la campaña presidencial. El giro fue explicado muy deficitariamente por el gobierno y tuvo dos efectos que desencadenaron una rápida erosión de su popularidad: por una parte, se produjo una desorientación y resistencia a la nueva política en el PT y los movimientos sociales afines, que constituyeron la base del triunfo electoral de noviembre de 2014. Por otra, dio argumentos a la campaña impulsada por el candidato opositor derrotado Aecio Neves, destinada a deslegitimar tanto la elección como al nuevo gobierno. Neves levantó con fuerza la tesis de que se había producido un “fraude electoral”, al prometerle al país un programa y aplicar otro que era su antítesis. La Presidenta, que triunfó en noviembre con más del 51,6% de los votos, en el mes de marzo de 2015 alcanzaba sólo el 14% de aprobación.
Una parte considerable de la oposición, derrotada por un margen estrecho pero nítido, inició desde el mismo día de su derrota una campaña para impedir que Dilma concluyera su mandato. Neves alegó fraudes electorales y solicitó un nuevo recuento de votos, que fue desechado por la justicia electoral por inexistencia de pruebas. Luego se presentó al Tribunal Supremo Electoral (TSE) una demanda para que la elección fuese anulada, debido a supuestas violaciones a la legislación sobre financiamiento de las campañas. Esta campaña por poner fin al mandato del nuevo gobierno antes de su plazo constitucional contó con el apoyo de la mayoría de los medios de comunicación de masas del país, empezando por la poderosa cadena Globo, cuyo peso en el sistema nacional de televisión es incontrastable. A su periódico –O Globo– se sumaron A Folha y O Estado de São Paulo, los principales diarios paulistas de alcance nacional, y la mayoría de los medios de los diversos estados.
Las poderosas organizaciones del empresariado se fueron pronunciando a favor de dar fin al gobierno. La Federación Industrial de Sao Paulo (FIESP) fue la vanguardia pública de esta política, pero al momento de votarse el impeachment en la Cámara de Diputados prácticamente todas las organizaciones empresariales del país lo apoyaron.
En este clima político se promovieron intensas movilizaciones sociales destinadas a exigir el fin del gobierno. Sus principales consignas fueron “Fora Dilma” y el apoyo al juez Sergio Moro, quien dirige aún el denominado Lavajato, proceso al esquema de corrupción construido en torno a Petrobras. Las movilizaciones fueron convocadas a través de las redes sociales por pequeñas organizaciones, anteriormente desconocidas, con un éxito sorprendente. Durante el primer semestre de 2015 millones de ciudadanos salieron a la calle bajo dichas consignas, ejerciendo una presión directa sobre los partidos y el Congreso para deponer al gobierno. La respuesta de sus partidarios incluyó importantes movilizaciones destinadas a denunciar que se estaba preparando un verdadero golpe contra un gobierno elegido por más de la mitad de los ciudadanos. Aunque expresivas, estas movilizaciones han sido menores que las de la oposición.
Generada una opinión pública mayoritaria a favor de la finalización del gobierno, era indispensable construir una mayoría en el Congreso para aprobar el impeachment. Esta táctica, acordada por todas las fuerzas comprometidas en la operación, significó romper la coalición que condujo al gobierno a la fórmula Dilma-Temer y reemplazarla por otra. La votación del impeachment en la Cámara de Diputados y el Senado consolidó la conformación de una nueva coalición de centroderecha encabezada por Temer, hoy puesta seriamente en cuestión.
Politización de la justicia
Un elemento central de la crisis que atraviesa a la sociedad brasileña son los efectos de la llamada Operación Lavajato, que involucra a las principales empresas constructoras del país; a directores y ejecutivos de Petrobras; a lobistas e intermediarios financieros; y a figuras políticas y partidos, principalmente los que formaron la base de apoyo del gobierno. Dirige la operación un juez federal de primera instancia, Sergio Moro, auxiliado por una fuerza de tarea que incluye a procuradores y miembros de la Policía Federal. La exhaustiva investigación iniciada ha tenido un enorme impacto en la opinión pública y un efecto demoledor en el sistema político, afectando principalmente la imagen del PT sobre todo entre las capas medias urbanas, que constituyeron la base social de las movilizaciones contra el gobierno de Dilma.
La corrupción y el financiamiento ilegal de la política no son un fenómeno nuevo en Brasil, se remontan a la administración colonial portuguesa. Lo novedoso son los cambios operados en la sociedad, cada vez más intolerante con los abusos de poder. A ello se agrega un proceso de afirmación de la autonomía del sistema judicial, y la no injerencia del Ejecutivo en los procesos judiciales en curso. Tenían razón el gobierno de Dilma y su ministro de Justicia, José Eduardo Cardozo, cuando afirmaban que ningún gobierno favoreció tanto como el suyo la investigación y la sanción de los actos comprobados de corrupción.
Por primera vez en juicios de esta naturaleza, se comienza por procesar a los corruptores y a los operadores financieros. El país contempló, asombrado, la espectacular detención de los principales controladores y ejecutivos de grandes empresas, acusados de constituir un cartel con el objeto de repartirse entre ellas todos los contratos adjudicados en el programa de inversiones de Petrobras. Las acusaciones se basaron en delaciones premiadas de un intermediario y un director de la empresa estatal. Las aprehensiones fueron seguidas de juicios acelerados en los casos más emblemáticos. El mayor fue el de Marcelo Odebrecht, cabeza de la principal constructora del país, condenado a 19 años de prisión en primera instancia. Este modo de proceder ha generado un gran apoyo popular a los procesos y a quien aparece encabezándolos, en la medida en que se comienza a destruir la creencia generalizada en la intocabilidad de los poderosos. El desarrollo posterior de la llamada “Operación Lavajato” ha comprometido a prácticamente todos los partidos, y los principales liderazgos políticos del país están sometidos a investigaciones judiciales por eventuales delitos vinculados a la corrupción.
El juez Moro está fuertemente inspirado en los jueces italianos que llevaron adelante los juicios contra la corrupción política, conocidos como “manos limpias”, que provocaron la caída del gobierno de Craxi y la destrucción del sistema de partidos que había gobernado el país desde la posguerra. Comparte con ellos su sentido de misión: eliminar la relación corrupta entre el Estado, el mundo privado y la política que ha caracterizado la historia de Brasil. También muchos de sus procedimientos judiciales, especialmente el uso y abuso de la figura jurídica de la prisión preventiva como instrumento para forzar delaciones premiadas, y la utilización de filtraciones para inducir a otros detenidos a declarar. Todo acompañado de una gran exposición mediática en busca del apoyo de la opinión pública a los procesos en curso.
Se discute si en la operación conducida por el juez Moro se advierte algún sesgo político partidista o impera un espíritu de ecuanimidad. En la persecución de los delitos perpetrados por los empresarios se ha procedido con extremo rigor y sin atisbo de favoritismo. Hasta el momento, además del ya imputado presidente de la Cámara de Diputados, el procurador general ha solicitado que sean investigadas 83 personalidades con fueros, pertenecientes a todos los partidos, incluidos nueve ministros del gabinete de Temer. Sin embargo, no cabe decir lo msimo en lo que se refiere al ex presidente Lula. La exposición mediática de acusaciones con poca base en los hechos y los procedimientos innecesariamente espectaculares son claros indicios de una manifiesta predisposición a incriminarlo. Dado que Lula aún cuenta con el apoyo de un porcentaje significativo de la opinión pública, este sesgo debilita, ante una fracción del país, el combate a la corrupción que todos declaran compartir.
Tanto el agudo debate en torno a la legitimidad y legalidad del proceso de impeachment, como los juicios contra la corrupción que afectan de manera inmediata el acontecer político, han conducido a un proceso creciente de judicialización de la vida política del país. El STF ha sido requerido para opinar sobre la constitucionalidad de cada uno de los pasos del proceso de impeachment. Cada vez que un sector del Congreso ha sido derrotado en el debate interno, ha recurrido al Tribunal. Incluso sobre cuestiones que tradicionalmente se consideraba que debían ser resueltas por el propio Legislativo. Una primera consecuencia es que como los tiempos del sistema judicial son inevitablemente más lentos que los de la política en lo que hace a la información instantánea y transversal, muchos conflictos no encuentran espacios legitimados de solución. La segunda consecuencia es que tiende a producirse un proceso creciente de politización del Poder Judicial, ya que muchas de sus decisiones tienen incidencia no sólo jurídica sino también política en asuntos de trascendencia nacional. Este proceso se profundizará inevitablemente, hasta que el conjunto del sistema político alcance un nuevo punto de equilibrio, que por ahora aparece distante.
Este artículo forma parte de la edición especial deLe Monde diplomatique/UNSAM
América Latina. Territorio en disputa
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* Intelectual y dirigente político chileno, actual embajador por Chile en Brasil. Este artículo está establecido sobre la base de la conferencia dictada por el embajador en el Ciclo Leer América Latina organizado por el Programa Lectura Mundi y el Centro de
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