DE UNA GENERACIÓN A OTRA: EXCLUSIÓN, VIOLENCIA, INTEGRISMO

Viaje a los “barrios norte” de Marsella

Por Maurice Lemoine*
Cinco distritos de Marsella, situados al norte de la ciudad provenzal, fueron declarados “zonas de seguridad prioritarias” por el gobierno francés en agosto de 2012. En 1987, el autor de esta crónica escribió un libro sobre los habitantes de esos barrios, en su mayoría inmigrantes de la “segunda generación”. Veinticinco años más tarde, volvió a verlos.
© David Turnley / Corbis / Latinstock

“Tengo dos países –murmura Mohamed–, Francia y Argelia. Aquí y allá. Pero el que yo prefiero, es el mío” (1). Estamos en 1987 y Mohamed, atrapado entre dos culturas, pertenece a la famosa “segunda generación” de inmigrantes. Al igual que Djamila, Malika, Fatima, Karim, Brahim o Kader, vive en uno de los “barrios norte” de Marsella: la Solidarité, le Petit Seminaire, la Busserine, los Flamants, la Castellane, el Plan d’Aou, Bassens, etc. Aislados como por un cordón sanitario, una concentración de complejos de viviendas de alquiler módico (HLM, en francés), muy deteriorados, albergan en su mayoría a familias magrebíes que en casi todos los casos pasaron antes por los barrios de tránsito (2).

Pasaron veinticinco años. La decoración es la misma: una jungla urbana que creció sin plan de conjunto, rutas, autopistas y, todos alineados y en damero, los famosos barrios. A primera vista parecen menos vetustos: sería absurdo pretender que no se haya hecho nada en este lugar. En determinadas partes se ha demolido y reconstruido, en otras bajó la densidad. Aquí o allá se ha renovado. Esto no impide que, en una segunda mirada, aparezcan huecos de escalera ruidosos, fachadas descoloridas, balcones oxidados, pequeños comercios cerrados.

Resurge la misma mermelada de gritos y de risas, la misma charla colorida. Pero hablar de “segunda generación” ya no tiene sentido. En el corazón de estos “suburbios en la ciudad” –los “barrios norte” forman parte de Marsella–, ya existe una tercera, incluso una cuarta generación. “Nosotros tenemos todavía la costumbre de volver a casa, sacarnos la ropa y ponernos la gandura [vestimenta del Magreb] –se divierte Fatima Mostefaoui, presidenta de la asociación de locatarios de los Flamants–. Ellos, no. Son realmente franceses. ¿Cómo pueden decirles que son diferentes?”. “Sin embargo todavía se habla de beurs [árabes], de inmigrantes, ¡se los sigue llamando extranjeros!”, se conmueve la dinámica Karima Berriche, directora del Agora, el centro social de la Busserine. Sin duda porque, abuelos, padres, hijos y nietos mezclados, siguen viviendo en su mayoría relegados en estos mismos barrios. En cuanto a su reputación…

Portación de cara

En los años 80, se destacaban dos diarios –en el registro “joven magrebí arrebata una cartera; ¿qué hace el gobierno para poner fin a los delitos de los inmigrantes?”–: Le Méridional, de extrema derecha, que le ganaba por un cuerpo a Le Provençal, de centro izquierda. Ambos se fusionaron en 1997 y se convirtieron en La Provence. Pero el tono no cambió. Aunque según el ex profesor de Filosofía André Koulberg, trabajador social en el barrio de Malpassé, “nuestro principal obstáculo es la imagen. Los sucesos con los que alimentan a sus lectores existen, no lo negamos, pero está todo lo demás… Y lo ignoran deliberadamente”.

“Pasar de las villas de emergencia a los barrios de tránsito y luego a la vivienda social, crea barrios un poco monocordes, –recuerda como una verdad de Perogrullo la directora de la asociación Ancrages, Samia Chabani–. Pero ahora, incluso las escaleras lo son.” Les Rosiers, Bon Secours, la Savine, el Plan d’Aou, albergan a comorenses y, en distintos grados, a familias de patronímicos norte-africanos; la Castellane, a los magrebíes; en la Renaude se amontonan árabes, gitanos y comorenses. Más fuerte aun en la Savine: “Hace quince años los recién llegados fueron reagrupados por su origen –relata Anne-Maire Chovellon, que trabajó allí–. Unas torres para los asiáticos, otras para los magrebíes, otras para los comorenses. Entonces, los primeros problemas se presentaban en primer grado con los niños: no querían trabajar juntos, había racismo entre ellos”.

“Quieren irse –podíamos escribir en 1987–. Al mismo tiempo, un profundo arraigo los ata al barrio. Allí crearon redes, sus apoyos afectivos y financieros.” De regreso al mismo lugar nos preguntamos: ¿Qué ha cambiado? ¡Nada! Estos monobloques funcionan como una aldea, todo el mundo se conoce. Al bajar a recibir al cartero, siempre hay un vecino, una vecina que vuelve de hacer las compras. Un sistema de relaciones, de complicidades, de favores. En verano, bajo los balcones llenos de ropa secándose, viejas heladeras, cochecitos para niños y bicicletas, se sacan las sillas, se conversa afuera. Y si a todos les gusta esta vida comunitaria, es más que nada porque allí se sienten protegidos.

Incluso los jóvenes, que parecen muy seguros de sí mismos. Ir al Puerto Viejo o la Canebière se traduce en: “Bajo a Marsella” (cuando ya están allí). Pocos cruzan el Rubicón. “Si vas a una discoteca, te rechazan; si buscas trabajo, te rechazan; los canas te controlan porque tenés cara de árabe…” “Objetivamente, hay frenos para la movilidad –constata Florence Lardillon, en la Universidad del Ciudadano–. Aunque sólo fuera a causa del transporte público, mal organizado. Pero también existe la movilidad en la mente, ligada a esta cuestión de la imagen: cuando salga de mi barrio, ¿cómo me van a mirar? Creen llevar estigmas que hacen que no sean bienvenidos.”

Conviene precisar que la asignación de residencia no favorece en absoluto el movimiento. “Los de vivienda social nos hacen creer que nos abren los cupos –se indigna la señora Mostefaoui–. Pero si nos queremos ir de los Flamants, sólo nos proponen lugares equivalentes: los Clos, la Bégude Nord, y de vez en cuando la Bégude Sud. Nos mandan en masa a los Aygalades y a las Hirondelles, pero no nos ofrecen el Merlin –¡soberbio!–, los Chartreux, Palmeri, Val Plan; a lo sumo a uno o dos. ¡No somos salvajes, somos educados!”

“Estás frente a un espejo que te refleja permanentemente tu imagen –deplora Berriche–. El problema, en un medio popular precarizado, es que esta exclusión resulta pesada. No tenés otra red en la cual apoyarte.”

Una situación tanto más delicada considerando que Marsella, en materia de empleo, “es la muerte”. Nada muy original, se objetará. En 1987, burlón y desengañado, Mustafá interpelaba a sus amigos: “Si conocés a alguien que quiera un CAP [Certificado de Aptitud Profesional], se lo doy. Tengo tres. De pintor, de albañil y de plomero. ¡No me sirven para nada!” Se acababan de cerrar las fábricas de tejas, las industrias mineras; se reestructuraba la fábrica química de Pennaroya, las jabonerías, las aceiteras. La desocupación estallaba, de 3,9% en 1973 a 26% en 1999 –con picos de hasta el 40% en algunos barrios populares–, para volver a bajar en 2012 al 14,1% (3). A la “segunda generación” de inmigrantes le sucedió la segunda o tercera generación de desocupados. En Busserine, Benaziza Lahouaria está angustiada: “Mi marido es marmolero, diplomado, tiene experiencia; mi hijo tiene un título de bachiller profesional como agente de seguridad pública y privada, ni uno ni otro encuentran trabajo”. A pocos pasos de allí, con la gorra al revés sobre la cabeza, un joven de origen comorense estalla en una risa incierta: “A mis amigos los veo cuando van a fichar”.

Sin embargo, Marsella es una obra a cielo abierto. En 1995 fue lanzado el proyecto Euromediterráneo que pretendía fusionar, en veinte años, desarrollo económico y reorganización urbana. El intendente Jean-Claude Gaudin (Unión por un Movimiento Popular, UMP) renovó el centro de la ciudad, erigió torres de vidrio y de metal en la Joliette para convocar cuadros y crear empleos de alto valor agregado –para los cuales la inmensa mayoría de los jóvenes de los barrios no tiene ni la formación escolar, ni el nivel profesional adecuado–. A esto hay que agregar una gran renovación de la costanera y de la “city”, y –¡prioridad de prioridades!– el techo del estadio Vélodrome (273 millones de euros).

“A priori, hay laburo –constata el psiquiatra infantil Djamel Bouriche–, pero en las obras sólo hay personas llegadas del Este, nadie de los barrios. ¡Es lamentable, es un escándalo! Ikea se instaló en la zona de la Valentine y sólo tomó blancos, chicos de la Côte Rouge, ninguno de Saint-Marcel”. Franceses, pero que se llaman Mohamed o Brahim. “Decir que venís del barrio de los Cedros –suspira un joven– es peor que anunciar que venís del extranjero.”

Resultado: “Algunas familias sólo sobreviven –constata con furia contenida un educador especializado–. Antes se decía ‘Está difícil’ a partir del 15 del mes. Ahora es a partir del día 7. Ya no es una brecha, es un abismo el que separa los diversos estratos de la sociedad”.

Consecuencia, ya en 1987, se decía: “Ahora los jóvenes tienen otra mentalidad. Arrebatan las carteras de las viejas, arrancan las cadenitas, rompen las farmacias, hacen cualquier cosa”. Un cuarto de siglo más tarde, nada nuevo bajo el sol. Ante la desesperación, sólo queda arreglárselas, todo el mundo lo sabe. Robos de autos, robos al voleo –llamados “robos express”–, robos de tarjetas por los “dabeurs” (4), lanzamiento de piedras y actitudes incivilizadas de los usuarios cada vez más jóvenes en el interior de los autobuses… Una violencia omnipresente, multiforme, plural, pero que es necesario también, sin caer en el relativismo… relativizar. “Como en cualquier parte, hay una pequeña minoría que jode la vida de los otros –comenta Lardillon–. Dicho esto, en tanto que trabajadores sociales, cuando vamos a los barrios, nunca nos sentimos inseguros.” En la Busserine, el franco-comorense Daouda Damanir matiza otro tanto: “Es difícil hablar del asunto porque todo esto para mí es banal. Robos al voleo existen. Yo los he visto. Pero decir que hay todo el tiempo, es un abuso. ¡No vivimos en una favela!”.

Jóvenes en peligro

Aunque son más repetitivos que graves, estos actos terminan desgastando a la población. En los últimos años, después de haber sido reducida, la policía de proximidad desapareció por completo.

De manera que… “Cuando éramos jóvenes, había pequeños robos. Hoy, pasan cosas más peligrosas y más graves.” “Cuando eran jóvenes”, Djamila se acercaba a sus amigas: “No le digas a nadie… ¡Mi hermano se droga!”. El “bizness” llegó en ese momento, de manera artesanal, individual, “cuestión de ganar algo de plata”. Con una tragedia, que pasó desapercibida, debido al cocktail heroína-sida: “La droga destruyó a esta juventud –gesticula Bouriche, mientras viejas imágenes bailan ante sus ojos–. Un período sombrío, como en los barrios negros e hispanos de Estados Unidos: perdí a la mitad de mis amigos”.

“En esa época, se hacía a escondidas –nos confiesan en Malpassé–. Hoy, es un tráfico a cielo abierto.” Los dealers de 18-20 años fueron reemplazados por niños, dirigidos por adultos, que son verdaderos empresarios. De allí “el baile de las Kalachnikovs” y los arreglos de cuentas entre “mafiosos de origen magrebí” que están a la orden del día –veintinueve muertos entre principios de 2011 y septiembre de 2012–. A pesar de la gravedad de los hechos, nos permitimos sonreír ante quienquiera que ose pretender que mafias y vandalismo no existieron nunca bajo el cielo azul marsellés. Sólo que hasta hoy no se etnicizaba el fenómeno (salvo, quizás, tratándose de los corsos, en un registro “folklórico”).

Aun cuando no implica más que a una franja ínfima, esta vida paralela tiene un impacto en la vida cotidiana de algunos barrios: el Clos la Rose, Font-Vert, la Visitation, la Castellane, Bassens, les Micocouliers, Malpassé. ¿La red? Una docena de personas, entre 13 y 25 años: los choufs (campanas), los que enganchan a los clientes, los que preparan la mercancía, los “charbonneurs” (vendedores), instalados delante de los blocs, bajo el hueco de las escaleras. De allí que, siempre en Malpassé, “las idas y venidas de los habitantes y de los visitantes se vuelvan muy complicadas”, observa un residente. En este barrio enfrentado a un grave problema de deserción escolar, los niños están atrapados. “Todo empieza por ‘andá a comprar una latita y un sándwich’ para el que está vendiendo y después, poco a poco, sigue una forma de promoción social que los pibes no encuentran ni en la escuela, ni en la sociedad”.

A la mañana, en determinados lugares, como en Font-Vert, los “boss” contratan a los traficantes mal pagos que, “contrariamente a lo que se dice, ganan muy, muy poco”. En la Castellane resulta difícil circular para un desconocido sin que los muy jóvenes campanas le pidan explicar qué hace ahí. Como habitués, los clientes pasan tranquilamente. Gente común, todas las clases sociales y todos los colores de piel confundidos.

No debe subestimarse el problema bajo pretexto de que los medios de comunicación sacan provecho del mismo: los modos operativos se tornan cada vez más violentos. “Cuando pertenecen a una red, si no tienen un padre o un hermano particularmente respetados, o una familia muy piadosa, los chicos están atrapados. Sufren malos tratos corporales; al menor error, palos y encierro. La cosa puede ir incluso mucho más lejos.” ¿Jóvenes delincuentes? Jóvenes en peligro, sobre todo. Y cuando las familias tratan de resistir, “son agredidas; les saquean el departamento, les queman el auto… Resultado: todo el mundo se calla y soporta”. Otros cierran los ojos: entra dinero a la casa, alivian la indigencia. La pregunta es si son realmente poblaciones salvajes o grupos sociales abandonados.

Reconstruir más que edificios

Y ya que hablamos de inseguridad… Los Flamants reclamaron durante quince años para que, por fin, el poder público se decidiera a instalar un semáforo en la vía de gran circulación que separa el barrio del modesto centro comercial vecino. “Hace algunos años una mujer murió atropellada cuando iba a la panadería –se indigna Hadda Berrebouh–. Los autos circulan a 200 kilómetros por hora, y casi todos los meses había un accidente.” A raíz de esto, el 24 de marzo de 2012, un pequeño grupo de gente contenta puede disfrutar del discurso del alcalde del sector, Garo Hovsepian (Partido Socialista), acompañado de un puñado de notables: “Queridos amigos… ¿La inauguración de un semáforo es acaso un acontecimiento excepcional? La respuesta es no. Pero en este caso se vuelve excepcional. Porque, desde hace años, no se tomó en cuenta lo que pedían los vecinos. Hoy, con mucha buena voluntad [sic], hemos logrado resolver este problema. Entonces yo, digo: hay que ser optimista, todos juntos, codo a codo”. Se acercaban las elecciones, claro está.

Desde hace treinta años, se están “rehabilitando”, cosa de nunca acabar, los reductos más deteriorados. Sin embargo… “El ascensor nunca anda –refunfuña el muy digno Lounes Agouminelcha, de 70 años–. Conozco una mujer discapacitada, con una niña de 8 años que tienen que subir regularmente dieciocho pisos a pie. No somos perros, no es normal. El propietario sólo se preocupa por el alquiler.”

Esta vez, sin embargo, prometido, “la mano viene en serio”. Iniciada en 2006, en el marco del Gran Proyecto de Ciudad (GPV, en francés) que se extiende sobre un territorio en el que viven 210.000 habitantes, la más vasta de las reestructuraciones comprende seis barrios (5). Se demuele, se reconstruye, se abren nuevas vías “para hacer ingresar la ciudad en los barrios [particularmente, en caso de hipotéticas revueltas, las fuerzas policiales] y los barrios en la ciudad”.

Sin discutir la necesidad de esta obra, Lardillon expone ciertas inquietudes: “La promesa es que por cada vivienda destruida, otra será construida. ¡Pero no necesariamente en el mismo lugar! Los alquileres, teóricamente, no deberían aumentar. Pero los más pobres seguramente no podrán quedarse”. Por otra parte, los primeros interesados expresan una evidente frustración: “Quisiéramos un mínimo de concertación, pero los proyectos ya vienen acordados”.

Un detalle: en los llamados a licitación para la atribución de estas obras, existe una cláusula de inserción; el 5% de las horas trabajadas debe ser reservado a los jóvenes del barrio de que se trate. En los Flamants, Mostefaoui no oculta su disgusto: “Las empresas nos dicen: ‘No los tomamos en el barrio, los reclutamos en otra parte, esto los obliga a salir’. ¡Como si nuestros muchachos fueran a bajar en pijama, con su medialuna y un café, para ir a trabajar!”. Argumentos ridículos que ofrecen a gente cansada de luchar, pero no por ello tontos. Los capos del BTP (edificios y trabajos públicos) cobran subvenciones del Estado y, burlando la ley, van a la Porte d’Aix o a otros lados a reclutar trabajadores clandestinos, que trabajan a voluntad y no pagan cargas.

Según la opinión general, reacondicionar los edificios no servirá de nada si no hay progresos en el empleo, la educación, la salud, los servicios públicos; todo lo que hace al fundamento de la cohesión social.

¿La escuela? “Chicos que vienen del mismo barrio, que se conocen, que viven todo el día juntos y que van a la misma clase, donde son 32: ¡cómo quiere usted que haga un profesor, que ya ni siquiera va al IUFN [Instituto Universitario de Formación de Maestros de Escuela], que tiene 21 años! ¡Es mandarlo al matadero!”, afirma fulminante nuestro educador. A los padres, que se encuentran a su vez en situación precaria, les cuesta transmitir su convicción respecto de la utilidad de la enseñanza. “Son muy sensibles a la cuestión escolar y al éxito de sus hijos; no son en absoluto derrotistas o invisibles –precisa Berriche–. Se trata simplemente de gente en dificultad.”

En los colegios vetustos, los profesores, desamparados, cambian todos los años. Los liceos, como Diderot –2.000 alumnos y 250 docentes– o Saint- Exupéry, están también expuestos a la eliminación de cargos, al avance del empleo precario, la degradación de las instalaciones… los tiempos que corren. “Los últimos años las relaciones con los alumnos se tensaron mucho –asegura Cathy Bourgoin, profesora en Diderot–. Nos critican porque somos mujeres; las relaciones entre los sexos se degradaron notablemente.” Abordar cuestiones como la religión o el aborto se vuelve delicado. Nordine Hossine, que proviene del barrio “sensible” de la Calade, y es profesor de Letras e Historia en la sección de Enseñanza Profesional, se rebela: “¿Pero de dónde salió su imam? ¡Nunca oí hablar de eso!”.

Repliegue sobre la fe

Fue de Marsella que partió La Marcha por la Igualdad de 1983. La “segunda generación”, sentimentalmente ligada al país de origen, pero muy “libertad, igualdad, fraternidad”, era un hervidero: militancia asociativa, lucha antirracista, reivindicaciones sociales… Sin renegar de sus padres, que traían del pueblo su cultura, algunos grupos de mujeres jóvenes quisieron emanciparse. En ese entonces, Zohra no dudaba en confesar: “Preparamos todo en la cocina mientras los hombres hablan… ¿Y a la tarde? Nosotras en una pieza, los hombres en otra. ¿Por qué no nos ponemos el chador, ya que estamos?”.

De esta generación, muchos emergieron gracias a su coraje y a su talento. Aquellos de los que se habla demasiado, para esconder la miseria de los otros, o aquellos de los que no se habla nunca, so pretexto… de que se habla demasiado. Podrían multiplicarse los nombres y las funciones: Samia Ghali, alcalde de los distritos 15 y 16 de Marsella, senadora de Bouches-du-Rhône; Karim Zéribi, presidente del Consejo de Administración de la Dirección de los Transportes de Marsella (RTM, en francés); Karima Berriche, Yamina Benchenni y muchas otras, responsables de centros sociales. Qué orgullo en la voz de Agouminelcha, cuando confía: “Tengo una hija que trabaja con un médico, otra en el Consejo Jurídico, otra es oficial de policía en Clermont-Ferrand; tengo también un hijo varón en la Marina Nacional. Y me ocupo de mis nietos como me ocupé de mis hijos, ¡Inch Allah!”.

Pero muchos, demasiados quedaron al borde del camino, teniendo que soportar la discriminación y, al mismo tiempo, ser fieles. A tal punto se los ha remitido a sí mismos –“árabes-musulmanes”– que algunos han terminado por decir: “Yo soy ‘eso’; ya que me rechazan, voy a afirmarme”. Para no solucionar nada, surgieron hogares de integrismo. Aquí, allá, en Malpassé, “tenemos un lugar de oración muy, muy radical; hay un lavado de cerebro en los jóvenes, se siente una presión enorme sobre el barrio”. Aquí, como en otras partes, en Malpassé, se inquieta Chabani, “se ven aparecer una cantidad de prácticas ‘folklorizantes’ del islam, con personas, en particular mujeres, que dan la impresión de disfrazarse, que llevan vestimentas que no están ligadas ni a su historia migratoria ni a su historia familiar, y que reducen la práctica religiosa a prohibiciones alimentarias o vestimentarias absurdas”.

Hay por tanto un repliegue sobre la fe. Sin embargo, pretender que se trata de un maremoto equivale a una manipulación. Muy republicana, la inmensa mayoría practica –cuando lo practica– un islam tradicional. Y las relaciones serían más tranquilas si la construcción de la Gran Mezquita de Marsella no se remitiera permanentemente a las calendas griegas, si el gobierno de Sarkozy no hubiera humillado a esos franceses con debates ineptos sobre la “identidad nacional” y si nos acordáramos de que cuando los tiradores argelinos liberaron Marsella nadie se preocupó por saber si comían halal. “En nuestro barrio –observa Moustefaoui– tenemos mujeres con velo que dan cursos a los niños; ¡no cursos de árabe, de francés! Mejoran su nivel. Se las ha tratado de integristas… No tenemos fanáticos aquí.”

En el Agora, Berriche reflexiona: “¿Por qué este crecimiento del islamismo? Porque hubo ausencias, en particular entre los trabajadores sociales. No fuimos los suficientes a trabajar en la educación popular, tanto para niñas como para varones. ¿Pero dónde estaban la izquierda y la extrema izquierda?”. De una generación a otra la transmisión política se interrumpió.

Fisuras en la estructura social

Mientras que toda la antigua estructura social se resquebraja, los centros sociales y las asociaciones no dejan de luchar valientemente. Aun cuando, unos y otras, antaño animados por militantes libres, a menudo benévolos, caídos bajo la órbita de la política de la ciudad y de su ministerio, se hayan institucionalizado. “Ligados a los poderes públicos –explica Koulberg–, ya no pueden tener la misma fuerza de proposición, de reacción y sobre todo de confrontación que antes.”

Su financiamiento proviene de los ministerios, del Consejo General, del Consejo Regional, de las alcaldías, etc. ¿Impartir educación popular? Además, habría que tener tiempo: en una coyuntura general donde el dinero escasea y donde, para obtener las subvenciones de unos hay que habérselas quitado a otros, en fin, una verdadera carrera de obstáculos. “Pasas más tiempo llenando el papelerío y pidiendo subvenciones que trabajando realmente.”

Y, sin embargo… Esta tarde de marzo, se prende la luz en la sala llena del Teatro del Merlan, prestigioso escenario nacional avalado por el Ministerio de Cultura. En el marco del “Cine de al lado”, iniciativa mensual lanzada en sociedad con el Agora –la Busserine se encuentra justo en frente, del otro lado de una ruta– y otras asociaciones, termina la proyección de Detroit, ciudad salvaje (6). Un documental sobre esta ciudad estadounidense, antiguamente cuna de la industria nacional que, alcanzada por la desindustrialización, pasó de la prosperidad a la pesadilla de la crisis (7).

El primero en tomar la palabra, una vez lanzado el debate, es un joven de origen africano: “No quisiera ofender, pero ¿por qué vimos este film? Todo el tiempo se busca el lado podrido de la manzana, los edificios destruidos y eso… Vine contento, me voy deprimido”. Un estallido de risa general saluda la intervención. La velada reúne a los vecinos del barrio, particularmente a los jóvenes, chicas y chicos, pero también otros marselleses venidos de los cuatro puntos de la ciudad. En una perfecta diversidad social, cada uno toma la palabra y se habla de todo: de la droga, del crack, de la música hip-hop, del capitalismo, de las fábricas cerradas, de las empresas deslocalizadas… Un intercambio de tal riqueza que al final de una de estas sesiones, unos marselleses que viven en el centro tomaron a Koulberg por el brazo: “Es increíble, se expresan normalmente, hablan de los problemas de todo el mundo. ¡No pensábamos que fueran como nosotros!”. 

1. Todas las citas que se refieren a los años 80 fueron extraídas de la obra del autor, Les Cités interdites. Marseille : filles et fils de l’immigration au quotidien, Encre, París, 1987.
2. Barrios de viviendas provisorias, a la espera de la atribución de viviendas del tipo HLM.
3. Françoise Lorcerie y Vincent Geisser, “Les Marseillais musulmans”, Open Society Foundations, Nueva York, 2011; y, para 2012, www.linternaute.com/ville/ville/accueil/154/marseille.shtml
4. Por los distribuidores automáticos de billetes (DAB).
5. La cañada de Malpassé y los Cedros; Saint-Paul; Flamants-Iris; Saint-Barthélemy III-Busserine – Picon; Sainte-Marthe.
6. Detroit, ville sauvage, de Florent Tillon, Ego Productions, París, 2010.
7. Véase Allan Popelard y Paul Vannier, “Detroit, la ciudad que se encoge”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, enero de 2010.

Esta nota integra el EXPLORADOR FRANCIA: República en deconstrucción

Desde hace varias décadas, el capitalismo industrial francés padece un estancamiento que amenaza al modelo social de posguerra. El retroceso del Estado y las políticas de austeridad alimentan la fragmentación de la sociedad y el rechazo a los partidos políticos, abriendo las puertas al avance de la extrema derecha.

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* Periodista.

Traducción: Florencia Giménez Zapiola

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