EDICIÓN 217 - JULIO 2017
EDITORIAL

Cuando la desigualdad es una elección popular

Por José Natanson

El fenómeno suele pasar por debajo del radar de las encuestas y las investigaciones sociológicas. Cuando se pregunta de manera abierta, nadie, o casi nadie, se anima a admitirlo. Y sin embargo ocurre: en ocasiones, quizás sin gritarlo pero de manera perfectamente democrática, las sociedades eligen políticas –y políticos– que conducen a mayores niveles de desigualdad. En otras palabras, la injusticia social no es solo resultado de las tendencias ingobernables de la economía o la mala praxis de la gestión estatal; también puede ser popular.

Por supuesto, fuerzas globales irresistibles, entre las que cabe mencionar el auge de una economía financiera descontrolada, la heterogeneidad del mundo laboral y la debilidad de los Estados nacionales, propician sociedades más inequitativas. Pero lo que interesa aquí no son los efectos casi gravitatorios del capitalismo globalizado sino los motivos por los cuales, en determinadas condiciones de tiempo y espacio, las sociedades se inclinan de manera más o menos consciente por modelos desigualadores, con todas sus consecuencias en términos de convivencia ciudadana, paz social e inseguridad pública.

¿Cómo se explica semejante cosa? El académico francés François Dubet propone  invertir el razonamiento (1). Frente a los estudios de sociología política que suelen argumentar que la mayor desigualdad, propiciada por las tendencias globales mencionadas más arriba, deriva en una crisis de los lazos sociales, Dubet postula que es el resquebrajamiento de la convivencia lo que permite que se profundice la inequidad social. En suma, la desigualdad es resultado de una crisis de la solidaridad.

El planteo de Dubet pone en cuestión la tesis del filósofo liberal John Rawls, que sostenía que, de los tres colores de la tríada revolucionaria francesa, la fraternidad, que aquí llamaríamos solidaridad, es el que tiene menos peso en la construcción de las democracias modernas. Para Dubet, la fraternidad es condición de posibilidad de la igualdad. La explicación es bastante simple: aunque infinitamente mejor para la mayoría, la igualdad es, para una minoría privilegiada, cara. Por eso una sociedad más equilibrada implica que los sectores más ricos estén dispuestos a resignar ganancias por vía de una estructura impositiva progresiva que redistribuya mejor el ingreso; exige, en suma, que haya algunos que acepten “pagar por otros”, sacrificarse por personas… a las que ni siquiera conocen.

Para que este esfuerzo se concrete en la práctica es necesario un sentido común que remita a la idea de que somos más o menos semejantes y que convivimos en un mismo espacio, que es territorial pero también simbólico, histórico, lingüístico y afectivo. Sin la idea de que compartimos un destino colectivo, de que nuestro futuro está de alguna manera enlazado al de los demás, es difícil que los grupos más favorecidos de la sociedad acepten el sacrificio que implica sostener a los que menos tienen.

Esta dificultad se profundiza en un momento en que cobran cada vez más importancia los valores relacionados con la identidad individual, que expresan no lo que tenemos en común, sea nuestro lugar en la pirámide social (clase), nuestro trabajo (sindicato) o nuestra ideología (partido político), sino lo que nos distingue, lo que nos hace diferentes el uno del otro. El efecto de este auge identitario es ambiguo: si por un lado fortalece el pluralismo, la tolerancia y el multiculturalismo, por otro tiende a consolidar el individualismo de la “sociedad de la desconfianza”, en la que las personas se miran como si estuvieran sentadas a una mesa de póker. En ambos casos la pregunta es la misma: ¿cómo asegurar la solidaridad en un contexto de exacerbación del individualismo?

El trabajador meritocrático

¿La sociedad argentina optó de manera deliberada por mayores niveles de inequidad cuando eligió a Mauricio Macri en las presidenciales del 2015? Aunque es cierto que el macrismo prometió mantener las políticas sociales, cosa que hasta el momento cumplió, y “no sacarle a nadie lo que ya tiene”, cosa que no hizo, también es verdad que la desigualdad estuvo completamente ausente de su discurso de campaña y que la redistribución del ingreso, tan socorrida durante el kirchnerismo, ha desaparecido del debate público.

Como señalamos en otra oportunidad (2), la filosofía que orienta la gestión macrista no apunta a construir una sociedad más igualitaria (igualdad de resultados) sino a garantizar condiciones iguales para todos (igualdad de oportunidades): la idea es consolidar una línea equitativa de largada para que luego los individuos, que en su singularidad identitaria son todos distintos (y por lo tanto quieren cosas distintas), compitan entre sí, y que cada uno llegue hasta donde pueda. Bajo esta perspectiva, la balanza de la justicia se desplaza de la redistribución del ingreso a la redistribución de las oportunidades, de la igualdad social al esfuerzo individual, del Estado al mercado.

Típicamente liberal, se trata de uno de los pocos conceptos abstractos a los que cada tanto recurre el macrismo, verificable en las apelaciones al ciudadano-vecino utilizando la segunda persona del singular (“Te hablo a vos, que querés estar mejor”) y en las referencias permanentes a recuperar una “cultura del trabajo” supuestamente extraviada por los desvaríos del populismo. El hecho de que la mayoría de quienes formulan este discurso estén lejos de ser ejemplos de self made men queda para otro análisis: lo central es que resulta políticamente eficaz.

Esto se explica en buena medida porque el argumento encarna en un actor concreto, el verdadero sujeto social de esta nueva batalla cultural: el trabajador meritocrático. Habitante de la periferia de las ciudades globalizadas, asalariado en el sector industrial o cuentapropista con algún capital propio (un taxi, un kiosco), el trabajador meritocrático mantiene –igual que el macrismo– una relación ambigua y problemática con el Estado. Lejos del vínculo vital de los sectores excluidos, que dependen de la Asignación Universal o la jubilación mínima para su supervivencia cotidiana, pero lejos también de la prescindencia de los grupos más acomodados, combina dependencia estatal con un rechazo casi pulsional por la política: obra social con escuela pública, colectivo diario al trabajo con universidad del conurbano, escuela parroquial con dos semanas en Mar del Plata.

En este contexto, las mejoras de bienestar experimentadas durante el kirchnerismo suelen ser atribuidas menos al contexto político que al esfuerzo individual del “nadie me regaló nada”, y por eso la vía de ascenso social hacia la clase media pura, que es el gran ideal aspiracional, es vista menos como una construcción colectiva que como una escalera hacia lo privado: del hospital a la obra social y de ahí a la prepaga.

Durante su largo ciclo en el poder, el kirchnerismo nunca encontró la forma de hablarle a este sector social, al que paradójicamente había hecho mucho por ensanchar, y al final optó por abandonarlo a su suerte, como si ya no mereciera su distinguida atención. En cambio el macrismo, tomando la posta de Sergio Massa, desplegó una estrategia para seducirlo que incluyó la promesa de satisfacer sus dos grandes demandas: la baja del impuesto a las ganancias y la lucha contra la inseguridad. De este modo logró sumarlo al voto republicano y al apoyo del campo hasta redondear una base social tan amplia como policlasista: sin la adhesión tardía del trabajador meritocrático, Cambiemos nunca hubiera ganado la provincia de Buenos Aires ni municipios como Lanús, Tres de Febrero o Quilmes.

Con su concepción de la sociedad como una pecera donde las personas nadan sueltas, sus apelaciones en singular y sus referencias casi calvinistas al esfuerzo y la cultura del trabajo, cuya contracara es por supuesto un rechazo implícito a la pereza y la dependencia estatal, el macrismo interpela a este sector social y, de manera sutil pero perfectamente visible, cambia el eje del debate público: al poner el foco en la pobreza en reemplazo de la desigualdad, opta por un problema más consensual y menos conflictivo, abierto a las soluciones piadosas al estilo Iglesia Católica. El resultado invisible del nuevo enfoque liberal que nos gobierna es un resquebrajamiento de la trama de solidaridades identificada por Dubet como una de las causas para la legitimación de la injusticia social.

Al aire

La cultura de masas suele reflejar estas mutaciones sociales. ¿Dónde las vemos? A la espera de una obra de arte más potente, un libro o una película, llamemos la atención sobre la deriva de “Meritócratas”, el comentado aviso publicitario del Chevrolet Cruce. Estrenado cinco meses después del cambio de gobierno, el spot invitaba a imaginar un mundo en donde “cada persona tiene lo que merece”, donde “el que llegó, llegó por su cuenta, sin que nadie le regale nada”. Sobre un fondo de edificios vidriados, aeropuertos, anteojos modernos y sushi, la publicidad sostenía que “un verdadero meritócrata es aquel que sabe qué tiene que hacer y lo hace, sin chamuyos”, porque “sabe que cuanto más trabaja, más suerte tiene”, antes de un cierre casi de campaña: “El meritócrata pertenece a una minoría que no para de avanzar y que nunca fue reconocida. Hasta ahora”.

¿Qué nos dice “Meritócratas” sobre la Argentina actual? Los publicistas podrán ser superficiales y frívolos, pero disponen de un instinto agudo a la hora de detectar tempranamente las corrientes subterráneas de la sociedad, que es en definitiva la que compra o deja de comprar los productos que ofrecen. Con la publicidad de Chevrolet, los creativos de la agencia Commonwealth McCann buscaban conectar con el Zeitgeist del macrismo: que se hayan animado a poner al aire semejante aviso demuestra que el clima de época efectivamente había cambiado, del mismo modo que el hecho de que al poco tiempo lo hayan tenido que sacar del aire, forzados por la reacción negativa, las memes y las burlas, sugiere que la perspectiva liberal-individualista todavía no ha cristalizado en una nueva hegemonía cultural.

 

 

 

 

1. François Dubet, ¿Por qué preferimos la desigualdad? (aunque digamos lo contrario), Editorial Siglo XXI, 2016.

2. Véase el editorial “Contra la igualdad de oportunidades”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, enero de 2016.

 

 

 

 

© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur

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