EDICIÓN 265 - JULIO 2021
EDITORIAL

La izquierda latinoamericana frente a Nicaragua

Por José Natanson

Resultado de un largo proceso de lucha social contra la dictadura más longeva de Centroamérica, el sandinismo fue un movimiento heroico y diverso, caracterizado por su pluralidad político-ideológica, que incluía marxistas, socialdemócratas y liberales, una gran apertura religiosa, que iba desde el materialismo histórico a la teología de la liberación, la feminización de su militancia y el carácter colectivo de su conducción, en la que Daniel Ortega era, a lo sumo, un primus inter pares. Pese a las múltiples dificultades que enfrentó, el primer gobierno sandinista lanzó un gigantesco plan de alfabetización al estilo cubano, inauguró un sistema de atención de salud primaria e inició la reforma agraria para mejorar la situación de las zonas rurales, hasta entonces abandonadas a la economía latifundista del café y el algodón. La organización social creada por la revolución, con sus comités, sus comunas y sus frentes, explica algunas singularidades que distinguen a Nicaragua al día de hoy, por ejemplo el hecho de que el país, aunque afectado por niveles de pobreza y desigualdad similares a los de sus vecinos, no sufre como ellos el drama de la inseguridad, los asesinatos y las maras.

Pero además la Revolución Sandinista tuvo una dimensión electoral única. En 1984, ante el reclamo de las facciones burguesas que habían abandonado el gobierno y la creciente presión internacional, Ortega convocó a un plebiscito en el que los nicaragüenses ratificaron su apoyo al proceso revolucionario. Seis años más tarde, cuando la crisis económica arreciaba (Nicaragua registró una inflación de 14.000% en 1990) y el acoso feroz de la Contra arrinconaba al gobierno, Ortega nuevamente aceptó someterse a la prueba electoral: perdió las elecciones presidenciales y se retiró a su casa.

Al hacerlo, el comandante daba el paso que Fidel siempre se había negado a dar, y con ello realizaba un aporte tan involuntario como crucial a la redemocratización de Centroamérica: la idea de que las elecciones pueden ser una salida eficaz a los conflictos armados resultaría decisiva para los acuerdos de paz de Guatemala y El Salvador, que no se explican sin la normalización democrática nicaragüense. La paradoja es que Ortega es hoy víctima del espíritu democrático que él mismo contribuyó a crear, porque hasta su llegada al poder Nicaragua nunca había celebrado elecciones limpias. “La Revolución Sandinista había heredado lo que no se propuso, la democracia, y no había podido heredar lo que se propuso, el bienestar y la justicia para los más pobres, que sólo se consiguen con la transformación económica”, escribió Sergio Ramírez, ex vicepresidente sandinista y enorme escritor, autor, entre otros libros, de Adiós muchachos, su amarga despedida de la revolución.

Durante su larga travesía por el desierto de la oposición (16 años y 3 derrotas electorales), Ortega fue perdiendo el fuego, la moral y los escrúpulos. Concentró en sus manos la conducción sandinista (de los nueve míticos comandantes solo quedaron a su lado dos), y disfrutó de la comodidad económica obtenida en la “piñata”, el voraz proceso de adquisición fraudulenta de bienes en los meses finales del gobierno.

Dispuesto a todo con tal de volver al poder, lo consiguió finalmente en 2006, tras un acuerdo con su adversario histórico, el líder liberal Arnoldo Alemán, al que le garantizó una cómoda prisión domiciliaria a cambio de una reforma constitucional diseñada para garantizar una victoria sandinista en primera vuelta. Caso único en el mundo, el sistema electoral nicaragüense establece que, para evitar el ballottage, es necesario obtener el 40% de los votos, o el 35% y una diferencia de 5% con el segundo. En 2006, por primera vez en la historia, el liberalismo se presentó dividido entre el sector que respondía a Alemán y un frente integrado por las facciones más modernas –y menos corruptas– del partido. Juntos, los dos candidatos liberales sumaron el 55%, por lo que presumiblemente hubieran logrado imponerse en el ballottage. El nuevo diseño electoral, sin embargo, permitió que el líder sandinista se alzara con la Presidencia pese a haber obtenido menos votos que en cualquiera de sus derrotas anteriores.

Para facilitar su regreso al poder, Ortega había emprendido una remodelación ideológica que incluyó un discurso pragmático, el apoyo legislativo a algunas reformas neoliberales y una nueva estética: el clásico rojinegro fue reemplazado por un rosa suave y el Himno Sandinista, que incluía un verso inelegante pero impetuoso –“luchamos contra el yanqui, enemigo de la humanidad”– fue sustituido por “Give Peace a Chance”: de Lenin a Lennon en el breve lapso de una década. Estos cambios cosméticos acompañaron otros más significativos: Ortega se acercó a la Iglesia Católica (junto a Estados Unidos, uno de los núcleos de la oposición en los 80), invitó a los obispos a abrir sus actos de campaña y apoyó la ley que prohíbe el aborto terapéutico, lo que convirtió a Nicaragua en uno de los pocos países del mundo en penalizar la interrupción del embarazo cuando corre riesgo la vida de la madre.

Más por los ecos del pasado que por sus cualidades actuales, Ortega fue aceptado como un miembro menor, pero miembro al fin, del club de gobiernos del giro a la izquierda latinoamericano en la primera década del siglo XXI. Su gestión recibió el petroapoyo de Venezuela, y con eso, las remesas y una veloz expansión de la maquila logró índices razonables de crecimiento durante algunos años, que permitieron reducir los niveles de pobreza e indigencia (Nicaragua sigue siendo el país más pobre del continente junto con Haití y Bolivia) y mejorar las condiciones de vida de los sectores medios. En 2009, disfrutando todavía de un sólido respaldo popular, Ortega forzó un fallo de la Corte Suprema de Justicia para habilitar su reelección, constitucionalmente prohibida. Y luego, en 2014, impulsó una reforma constitucional por vía legislativa para habilitar la reelección indefinida, convirtiendo a Nicaragua en el único país de la región –salvo Venezuela– que no establece límites al ejercicio del poder por la misma persona. Y lo hizo sin convocar a un referéndum.

La involución no puede estar más clara: si en los 80 Ortega se había animado a realizar las elecciones que Fidel nunca se dignó conceder, en 2014 se negaba a correr el riesgo que sí había aceptado Chávez, que convocó a dos plebiscitos para habilitar la reelección indefinida (perdió el primero y reconoció la derrota, y al año siguiente llamó a otro, que ganó). Superados los obstáculos legales, Ortega encadenó tres mandatos al hilo –el último con su esposa como vice– y hoy se prepara para un cuarto.

Pero las cosas comenzaron a complicarse tres años atrás, cuando anunció una reforma del sistema previsional que aumentaba las contribuciones y creaba un impuesto del 5% a los jubilados, lo que desató una ola de protestas de la oposición y los movimientos sociales a las que pronto se sumaron los estudiantes de Managua y León. El gobierno respondió con una represión feroz de la Guardia Nacional que se cobró más de 300 muertos, la censura a tres señales de televisión y algunos intentos poco creíbles de diálogo. Denunció, por supuesto, un plan de Estados Unidos para desplazarlo del poder, aunque el origen del conflicto había sido claramente interno. De hecho, las sanciones estadounidenses fueron posteriores a la represión, y van desde medidas puntuales contra un puñado de funcionarios a otras de efectos más reales, como el voto en contra de Washington en los organismos internacionales. Pero no afectan los programas vigentes ni contemplan un cerco financiero más duro, como el que asfixia a Venezuela o Irán.

En diciembre de 2020, la mayoría sandinista en la Asamblea Nacional votó una ley de nombre largo (“Ley de Defensa de los Derechos del Pueblo a la Independencia, la Soberanía y Autodeterminación para la Paz”), que penaliza como “traidores a la patria” no sólo a quienes organicen actos de sedición o golpes de Estado, como sancionan de un modo u otro todas las legislaciones del mundo, sino también a aquellos que “realicen actos que menoscaben la independencia, la soberanía y la autodeterminación”, que “inciten a la injerencia extranjera en los asuntos internos”, “gestionen bloqueos económicos, comerciales y de operaciones financieras”, reclamen “sanciones contra el Estado de Nicaragua y sus ciudadanos” o “lesionen los intereses supremos de la Nación”. No hace falta ser Raúl Zaffaroni para reconocer que los tipos penales abiertos son una herramienta ideal para las detenciones arbitrarias y los abusos de poder: por si hacía falta, esto demuestra que el lawfare es ideológicamente bidireccional, que puede usarse de derecha a izquierda, como en Brasil o Argentina, pero también de izquierda a derecha, como en Venezuela y Nicaragua.

Amparándose en la nueva legislación, un mes atrás la justicia nicaragüense ordenó la detención de una veintena de dirigentes opositores, entre los cuales se encontraban casualmente los cuatro candidatos con más chances de disputar las elecciones presidenciales de noviembre, e incluso referentes del sandinismo histórico como Hugo Torres, el comandante 1 que en 1976 encabezó el operativo que liberó a Ortega de la cárcel de Somoza, y Dora María Téllez, la comandante 2. En cierto modo, fue como si Fidel hubiera ordenado detener a Camilo Cienfuegos y al Che Guevara.

Éste, y no el de 1979, es el Ortega que hoy gobierna Nicaragua. Su deriva, tanto más amarga cuanto que viene de un pasado memorable, pone a la izquierda latinoamericana ante una incomodidad parecida a la que producen Cuba y Venezuela. Con algunas diferencias: Cuba sufrió, como Nicaragua en los 80, el bloqueo de Estados Unidos, los intentos de invasión y las tentativas de magnicidio (Fidel solía decir que si la CIA no logró asesinarlo fue porque nunca encontró a alguien dispuesto a morir en el intento). La diferencia es que todavía hoy las empresas estadounidenses tienen prohibido operar en Cuba, las compañías extranjeras se exponen a sanciones si lo hacen y el turismo está prohibido, en tanto que Nicaragua tiene vigente… un Tratado de Libre Comercio con Washington. Pero además Cuba logró eliminar el analfabetismo, reducir la pobreza y sostener, desde una pequeña isla del Caribe, un intenso activismo internacional, con actuaciones decisivas por ejemplo en la lucha contra la extensión del apartheid a Angola. En suma, el régimen cubano ha dado sobradas muestras de su voluntad represiva, del caso Padilla en los 70 al Movimiento San Isidro actual, pero tiene cosas que mostrar.

Éste, y no el de 1979, es el Ortega que hoy gobierna Nicaragua. Su deriva, tanto más amarga cuanto que viene de un pasado memorable, pone a la izquierda latinoamericana ante una incomodidad parecida a la que producen Cuba y Venezuela.

Venezuela ya no. Aunque en sus años iniciales el chavismo logró dejar atrás la anquilosada democracia del Punto Fijo gracias una serie de planes sociales desordenados pero muy amplios, una política exterior solidaria y una identificación emocional única entre el líder y el pueblo, su llama se fue apagando, producto de sus propias inconsistencias, la muerte de Chávez y el subibaja de los precios del petróleo, hasta hundir a Venezuela en el abismo socioeconómico más profundo de su historia. Venezuela, como Nicaragua, es una democradura, un régimen híbrido que combina algunos elementos democráticos con cada vez más componentes autoritarios, y que no se priva de reprimir violentamente marchas y manifestaciones, confirmando el viejo adagio de Deleuze: “Toda revolución que fracasa acaba disparándoles a los estudiantes”.

Frente a estos puntos ciegos, la izquierda latinoamericana reacciona de diferente forma: Gustavo Petro, Gabriel Boric y Pepe Mujica cuestionaron la represión y las violaciones a los derechos humanos en Nicaragua, en tanto que los gobiernos de Venezuela y Cuba defendieron a Ortega, igual que el Foro de San Pablo, con las consabidas apelaciones al anti-imperialismo como un paraguas justificador de casi cualquier cosa que se haga en su nombre. El silencio de partidos y dirigentes que en años recientes sufrieron la misma política de proscripción y persecución que hoy pesa sobre la oposición nicaragüense, como el PT de Lula, resulta especialmente estruendoso.

En este marco, la posición del gobierno argentino resulta ilegible de tan sutil, confusa. Consistió en emitir un comunicado manifestando “preocupación” y llamar al embajador en Managua a consulta, pero cuidándose de condenar a Ortega en la OEA y la ONU. Si la abstención en la OEA podría explicarse para evitar un alineamiento automático con Luis Almagro y Estados Unidos, la posición en la ONU parece difícil de explicar, toda vez que Argentina no se ha privado de condenar las violaciones a los derechos humanos en otros países (las últimas en Myammar y Bielorrusia) y que la responsable de escribir el informe fue Michelle Bachelet, insospechada de conspirar con el imperialismo. Tampoco se entiende por qué Argentina votó la condena a Venezuela pero no a Nicaragua.

En una América Latina atormentada por golpes de Estado, derivas autoritarias y elecciones cuestionadas, Argentina aparece como un país institucionalmente estable, de impecable continuidad democrática: utilizar ese activo para contribuir a fortalecer la democracia en la región exige tratar del mismo modo a todos los gobiernos, más allá de pasados heroicos y simpatías actuales. Por eso, si el objetivo detrás de la abstención en la OEA fue sintonizar con México, entonces vale, a condición de agregar que la diplomacia mexicana tiene una tradición distinta a la nuestra, con énfasis en la no injerencia y el asilo más que en los derechos humanos y el multilateralismo. Si la idea es mantener abierto el diálogo con Ortega para contribuir a una salida consensuada, también vale, aunque hasta ahora no hay evidencias de que esa hipótesis vaya a avanzar.

© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur

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