EDICIÓN 151 - ENERO 2012
EDITORIAL

Como el salmón

Por José Natanson

Por su propia naturaleza, por la lógica misma con la que operan, los medios de comunicación, en especial pero no exclusivamente los electrónicos, tienden a personalizar los episodios y los procesos. Renuentes en general a considerar las tensiones de la estructura económica, los intereses objetivos de los actores corporativos y los sustratos ideológicos que se esconden detrás de los posicionamientos políticos, los medios suelen reducir sus narraciones a las formas de la amistad, el odio y la traición. Su enfoque es personal y su tono el del melodrama.

Y es cierto, por supuesto, que la política no es sólo el producto automático de una serie de fuerzas en juego y que las personas, sus sueños y miserias, le imprimen siempre un tono particular, pero también es verdad que abaratarla a una telenovela de la tarde ayuda poco a entender las cosas. Aunque naturalmente teñido por suspicacias y prejuicios, el conflicto entre Cristina Kirchner y Hugo Moyano, es decir entre el oficialismo y la conducción de la CGT, merece ser analizado desde un punto de vista más profundo.

Una cuestión de alianzas

Como la moneda y los celos, el poder no es un absoluto sino el resultado de una relación. En los meses posteriores a la crisis del 2001, por ejemplo, el poder cayó en manos del duhaldismo, no porque se tratara de una corriente interna especialmente dotada ni por las virtudes de las que siempre careció su líder, sino porque era prácticamente la única estructura política orgánica que quedaba en pie, ante el colapso del radicalismo, la condición minoritaria del menemismo y la desorganización de los gobernadores peronistas del interior.

Desde mayo del 2003, con sus lógicas idas y vueltas, la ecuación de poder del kirchnerismo se sostuvo sobre dos pilares: el PJ, en particular el bonaerense, con su red de caciques y punteros, expresión de los sectores populares suburbanizados y los trabajadores informales e imprescindible como herramienta territorial (antes que un partido de clase, como fue en sus inicios, o un partido de cuadros, como algunos quisieran que fuera, el PJ es, sobre todo, un partido de territorio). El otro pilar es la CGT, referente de los trabajadores organizados que, pese a la persistencia del empleo en negro, se calculan en unos 7 millones. Y si el PJ aportó un caudal constante de votos que le permitió al kirchnerismo sostenerse en momentos en que la clase media, ese pescado resbaloso, huía de sus filas, la CGT proveyó dos cosas no menos esenciales para la gobernabilidad: limitó las demandas salariales a un techo macroeconómicamente sustentable, crucial en el contexto de un modelo económico que genera un alto crecimiento pero también mucha inflación, y garantizó el control de la calle, incluso en los peores momentos.

Hugo Moyano es una figura compleja a la que conviene analizar más allá del blanco o negro. En los 90 lideró junto a la CTA de Víctor de Gennaro la resistencia a las políticas neoliberales, más tarde desnudó las maniobras oscuras detrás de la ley de reforma laboral (la denuncia de la Banelco lleva su firma) e incluso precedió al kirchnerismo en el enfrentamiento con algunas de sus actuales bestias negras, notoriamente el Grupo Clarín. Pero Moyano es también la expresión de un sindicalismo dinástico, está sospechado de manejos opacos con el dinero de las obras sociales y reaccionó con los peores reflejos corporativos cuando la justicia encarceló a líderes gremiales acusados de armar una patota homicida o de adulterar medicamentos oncológicos. Su control de los gremios del transporte constituye un activo estratégico invaluable, con su capacidad de abrir y cerrar la canilla del abastecimiento urbano, bloquear rutas y decidir sobre la recolección de residuos y caudales.

Por eso quizás lo importante no sea tanto el feeling personal entre la presidenta y el camionero sino preguntarse si el gobierno está dispuesto a cambiar su sistema de alianzas, el mismo que le permitió conservar el poder en los momentos más bajos del ciclo, como durante la crisis del campo del 2008. Hasta el momento, la sociedad kirchnerismo-CGT ha sido menos el resultado de un capricho personal que el producto de una convergencia de intereses, entre un modelo que apuesta al mercado interno, promueve políticas de salarización e impulsa las negociaciones paritarias, y un sector, el de los trabajadores organizados, que ha resultado claramente beneficiado en los últimos años. 

El problema es que el contexto en el que se desarrolla el modelo está cambiando y es probable que el gobierno se vea obligado a tomar algunas decisiones que impliquen afectar los intereses de los sectores a los que representa Moyano: el caso del mínimo no imponible del impuesto a las ganancias, que pese a los insistentes reclamos de la CGT el kirchnerismo se niega a elevar para no perder recaudación, es el ejemplo más claro, aunque también cabe mencionar la necesidad de un ajuste del tipo de cambio para mantenerlo en niveles competitivos y cuyo efecto podría diluirse si se acompaña por una carrera salarios/precios, o una contención de los aumentos salariales en 2012 como modo de ponerle un freno a la inflación.

En otras palabras, el carácter estratégico de la alianza entre el gobierno y la CGT es tan nítido como los conflictos que asoman en el horizonte. Y como las escaladas destructivas muchas veces no son resultado de una serie de acciones premeditadas sino el producto más o menos fortuito de desinteligencias, errores de cálculo y anticipaciones equivocadas, tramitar estos posibles focos de crisis de manera de no romper definitivamente el vínculo es quizás el principal desafío político que enfrenta hoy el kirchnerismo. 

Turbulencias económicas

Por primera vez desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, estamos ante una crisis financiera que no sólo tuvo origen en el primer mundo, con la quiebra de Lehman Brothers en 2008, sino que además se ha propagado hacia otras zonas superdesarrolladas del planeta, teniendo en cuenta la complicadísima situación europea y la aparentemente menos delicada realidad estadounidense. Y digo aparentemente porque, pese a todo, Europa conserva instituciones básicas del Estado de Bienestar y mecanismos de protección que son mucho más frágiles o directamente inexistentes en Estados Unidos, tal como demuestra el que quizás sea el ejemplo más brillante de ficción ultrarrealista norteamericana de los últimos años: la serie The Wire, ambientada en los bajos fondos de Baltimore.

Un dato ilustra este asombroso mundo del revés, en el que la crisis golpea a los países ricos y deja (relativamente) a salvo a los pobres: Estados Unidos es el segundo país americano con más personas viviendo por debajo de la línea de la pobreza (49,1 millones) superando a ¡Brasil! (45 millones) y apenas por debajo de México (52 millones) (1).

Pero no hay que exagerar. Aunque menos expuesta que en otras ocasiones, Argentina no está al margen de la crisis, cuyas repercusiones se sentirán por el achique del comercio global, el menor crecimiento de China (que es hoy el segundo socio comercial de nuestro país) y de Brasil (que no creció en el tercer trimestre de 2011 y se espera que apenas lo haga durante este año), junto a una baja de los precios de las materias primas. Aunque las variables macroeconómicas se encuentran bajo control y nada sugiere un descalabro en el corto plazo, algunas de ellas están lejos de las marcas de opulencia que registraron en el pasado, incluyendo un stock de reservas en lenta disminución, un frente fiscal menos holgado (o en déficit, según cómo se considere) y una situación crítica desde el punto de vista comercial, que se mantiene en base al rudimentario método de pisar las importaciones. La creación de una Secretaría de Comercio Exterior bajo la órbita de Guillermo Moreno no sugiere un cambio en esta estrategia.

En este contexto delicado, el gobierno tomó nota del nuevo escenario produciendo un cambio en uno de los aspectos más problemáticos del modelo económico: la política de subsidios, que fue útil como mecanismo de contención social en los primeros años de la poscrisis pero que con el tiempo se fue convirtiendo en un lastre pesadísimo y regresivo. El nuevo esquema, elaborado de manera tal de no afectar los ingresos de los más pobres y comunicado cuidadosamente, es tan irreprochable en su diseño como cuestionable desde el punto de vista del momento de su aplicación: aunque los planteos en este sentido venían desde hacía años, el gobierno decidió anunciarlo justo cuando el contexto internacional comienza a presentarse desfavorable y Argentina ingresa en un período de desaceleración del ciclo de crecimiento económico; es decir, en momentos en que sería necesario hacer esfuerzos para preservar el dinero de las familias como forma de sostener los niveles de demanda interna, tal como se hizo hace un par de años, cuando estalló la crisis en Estados Unidos y el gobierno argentino reaccionó desplegando una serie de planes para estimular el consumo de autos, heladeras y lavarropas, convirtiendo a la Casa Rosada en un shopping (la definición es de Cristina Kirchner).

Contextos

Cuando Néstor Kirchner asumió la presidencia, en mayo de 2003, Argentina todavía sufría los efectos más negativos de la crisis de la convertibilidad, con la deuda externa en default, el problema de las cuasi monedas y un cuadro social complicadísimo. Pero se encontraba ya en un momento de ascenso, en el que todas las variables macroeconómicas habían comenzado a mostrar sorprendentes signos de mejora. El ciclo de prosperidad de los últimos años, el más largo de la historia argentina reciente, es resultado tanto del sabio manejo macroeconómico (es, en buena medida, un ciclo autogenerado) como de las buenas condiciones externas (como confirma el hecho de que el resto de los países sudamericanos también registraron altas tasas de crecimiento).

La novedad es que el contexto está comenzando a cambiar y que quizás haya llegado el momento de nadar contra la corriente, como el salmón. Con una macroeconomía menos próspera que la de hace un par de años pero de todos modos ordenada y el fabuloso stock político derivado del 54 por ciento de los votos obtenidos en octubre, el gobierno tiene recursos de sobra. Nadar río arriba, sin embargo, exigirá un esfuerzo extra, una dosis suplementaria de inteligencia y, sobre todo, la firme certeza de que se mantiene el rumbo, que implica tomar distancia de las corporaciones (empresariales y periodísticas tanto como sindicales), pero del que sería insensato desviarse mediante una alteración drástica del esquema de alianzas o un giro contrakeynesiano de la política económica. 



1. Los datos de Estados Unidos son de la Oficina del Censo para 2010. Los de Brasil y México de la Cepal. Desde luego, la comparación estaría incompleta si no se tiene en cuenta que los 49 millones de Estados Unidos equivalen al 16% de la población mientras que en Brasil la pobreza equivale al 25,1. Por otra parte, la pobreza extrema en Brasil sigue siendo altísima (5,2%).

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