El horror y la esperanza
Varias decenas de hombres en uniforme de combate y armados hasta los dientes irrumpen en un pueblito al caer la noche; reúnen a la población en la plaza principal, y luego, con listas en las manos, seleccionan a un cierto número de personas. Bajo la mirada espantada de sus allegados, los ejecutan. A veces, las víctimas son torturadas antes de ser degolladas o decapitadas.
Estas escenas de terror no suceden solamente en Argelia. Son habituales en Colombia, donde sólo en el transcurso del año 1997, hubo doscientas ochenta masacres de este tipo, que provocaron miles de víctimas. Por otra parte, veinte consejeros municipales, once intendentes, tres diputados, un senador y dos gobernadores fueron asesinados; así como decenas de militantes por los derechos humanos, como el abogado Eduardo Umaña Mendoza, conocido por defender a sindicalistas y prisioneros políticos, a quien mataron a quemarropa tres asesinos a sueldo. Ni uno solo de los autores de estos crímenes fue detenido.
Dos veces y media más grande que Francia, poblada por cuarenta millones de habitantes, Colombia no es, sin embargo, una dictadura. Incluso es, teóricamente, una de las democracias más antiguas de América del Sur. Pero es también uno de los países más violentos. ¿Por qué?
Se podría decir que todo comenzó en 1948, con el asesinato en Bogotá del dirigente de izquierda Jorge Eliécer Gaitán. Este crimen (del que fue testigo el joven Fidel Castro, que había ido a un congreso de estudiantes, y que lo marcará profundamente) provoca una guerra civil –“la Violencia”– entre las dos fuerzas políticas que se disputan el poder, liberales y conservadores. Esto durará nueve años (1948-1957) y provocará cerca de trescientos mil muertos (1).
La reconciliación de los liberales y los conservadores no se tradujo en un programa de desarrollo social y de reducción de las desigualdades. En consecuencia, muchos grupos armados se negaron a deponer las armas. Dos de ellos –las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y el Ejército de Liberación Nacional (ELN)– se convirtieron, con el tiempo, en las dos últimas grandes guerrillas de América Latina. Las FARC (diez mil hombres) controlan en particular el sur del país, y el ELN (seis mil hombres), el noroeste.
Pero las regiones dominadas por la guerrilla son también las zonas donde se desarrolló el cultivo de coca y donde se instalaron los traficantes de drogas –durante mucho tiempo ligados a los carteles de Medellín y de Cali– encargados de encaminarlas hacia los centros de consumo en Estados Unidos y Europa. Esta extraña simbiosis entre justicieros sociales y narcotraficantes arruinó, a los ojos de muchos ciudadanos, la imagen de una guerrilla que, gracias a los ingresos percibidos por el tráfico de drogas, vive a veces en la opulencia.
En estas mismas regiones, los grandes terratenientes armaron grupos de autodefensa que no han dejado de desarrollarse; sus efectivos se estiman en más de seis mil hombres; ahora están unidos en una sola organización, Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), para ser reconocidos como verdaderos actores políticos.
La organización estadounidense Human Rights Watch confirma que estas milicias ayudan al Ejército (2). En otro informe, la misma organización afirma que la Brigada 20 de las Fuerzas Armadas está particularmente implicada en los recientes asesinatos de los defensores de los derechos humanos (3). Organizados en Escuadrones de la Muerte, estos grupos paramilitares practican deliberadamente el terror; son los autores de la mayor parte de las masacres, asesinaron a cientos de antiguos guerrilleros, más de dos mil militantes del Partido Comunista, dos mil doscientos dirigentes sindicales, etc. Hacen reinar en el campo una atmósfera de terror que, según Amnesty International, provoca la huida de alrededor de un millón de personas hacia las ciudades.
Pero también las ciudades entran en este torbellino de inseguridad generalizada. En Colombia, se cometen un cuarto de todos los asesinatos perpetrados en el conjunto del continente americano (89,5 homicidios cada 100 mil habitantes). La situación preocupa a Estados Unidos; el general Charles Wilhem, comandante de las fuerzas de despliegue rápido con base en Miami, declaró recientemente: “Colombia representa hoy una mayor amenaza que Cuba para la seguridad del hemisferio” (4).
El presidente Ernesto Samper (liberal) se mostró incapaz de pacificar su país. Su autoridad ha sido cuestionada debido a las circunstancias de su elección en 1994, que habría sido favorecida por una donación de varios millones de dólares del cartel de Cali (5). El Gobierno controla apenas el 40% del territorio nacional; el resto está en manos de la guerrilla, de los traficantes de drogas y de los paramilitares.
Paradójicamente, la economía está bien. El país (una excepción en América Latina) no tiene una deuda externa demasiado importante y el crecimiento se mantiene constante desde los años 1930. Fue del 3,2% en 1997, y será del 4,5% en 1998. Colombia exporta petróleo, gas, carbón, esmeraldas, café y flores (6).
En este contexto acaba de realizarse la elección presidencial. La victoria de Andrés Pastrana (conservador) representa una esperanza. Pero no por el programa del candidato, sino porque al inicio de esta nueva etapa, todas las fuerzas comprometidas a favor de la paz (sindicatos, partidos democráticos, Iglesia Católica, universitarios, medios de comunicación, asociaciones civiles, etc.) están decididas a actuar para que las cosas cambien.El Ejército ya anuncia el desmantelamiento de la Brigada 20. Y la guerrilla (FARC) acaba de declarar que está dispuesta a sentarse a negociar. ¿Será este el fin de “la gran Violencia”?
1. Maurice Lemoine, Les 100 Portes de l’Amérique latine, L’Atelier, París, 1998, pp. 109-120.
2. Le Monde, 16 de agosto de 1997.
3. El País, 13 de mayo de 1998.
4. Le Monde, 25 de mayo de 1998.
5. Newsweek, 20 de octubre de 1997.
6. The Wall Street Journal, 16 de marzo de 1998.
Este artículo forma parte de Explorador Colombia
De la guerra a la paz
Después de muchos intentos frustrados, Colombia está a las puertas de un acuerdo de paz definitivo con la guerrilla. Pero la paz sólo podrá consolidarse si se producen las reformas económicas y sociales que pongan fin a las profundas desigualdades e injusticias reinantes.
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* Periodista, semiólogo, ex director de Le Monde diplomatique, edición española.
Traducción: María Julia Zaparart