EXPLORADOR VENEZUELA

La urgencia de otro rumbo

Por Tomás Straka*
Coexisten en Venezuela una contraposición de realidades que requieren trascender la coyuntura para ser comprendidas en toda su complejidad. El colapso económico que hoy sufren los venezolanos es fruto de un proceso de al menos tres décadas, que antecede al chavismo, y que persistirá en caso de que la dependencia de la renta petrolera no sea superada, amenazando con arrastrar al país de crisis en crisis.
Stringer / Venezuela / Reuters / Latinstock

El 8 de junio de 2015, el entonces vicepresidente de Venezuela, Jorge Arreaza, recibió del director general de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) un reconocimiento por los avances de su gobierno en la lucha contra el hambre. Aunque la oposición calificó al hecho de escandaloso, la FAO sostuvo que el número de venezolanos que padecen hambre había bajado de 13,5% en 1990 a alrededor de un 5%. Sin embargo, poco menos de un año después el panorama de Venezuela parece completamente distinto. Anaqueles vacíos, largas filas para adquirir productos de primera necesidad y enfermos que mueren por no hallar sus medicinas ya hacen hablar a muchos de una crisis humanitaria.

¿Será que todo, o al menos la mayor parte de lo presentado en el informe de la FAO era mentira, como denunció la oposición? ¿O será que ocurrió algún tipo de cataclismo bíblico que destruyó al país en diez meses? Esta contraposición de realidades, que no siempre se debe a los anteojos ideológicos de quienes las miran; estos altibajos vertiginosos, de la opulencia a la inopia; esa coexistencia de mundos distintos y paradójicos, son característicos de la realidad venezolana. Es necesario entonces encontrar algunas pistas para entender esta complejidad. La crisis es indudable, tanto como la urgencia de que el país encuentre otro rumbo, pero es importante verla en un contexto que trascienda las tribulaciones de la administración de Nicolás Maduro. Se trata de un proceso de al menos tres décadas, que arropó (y acaso arrastró) al chavismo y que si no es comprendido y enfrentado en esa magnitud, podrá arrastrar todo lo que venga después.

Alrededor de un derrumbe

Ni la FAO ni la oposición estaban completamente equivocadas. Esto es lo primero que hay que subrayar: en Venezuela pocas cosas son lo que parecen ser a primera vista. Por una parte, datos aportados por el Estado y por organizaciones independientes como la Universidad Católica Andrés Bello confirman que, efectivamente, la pobreza en Venezuela disminuyó de forma importante entre 1998 y 2008, de un 42,45% en 1997 al 37,61% en 2007 en el caso de la pobreza relativa, y del 13,87% al 10,56% en el de la pobreza extrema. Ésto, según un estudio del sociólogo Luis Pedro España, significa que el consumo creció a un ritmo del 5% anual entre 1999 y 2003, y a partir de entonces a un increíble 13% anual hasta 2008. Con un agregado: el aumento fue mayor entre los más pobres, que llegaron a duplicarlo (1). Si no hubiera muchas otras explicaciones para los triunfos electorales de Hugo Chávez, esta sola bastaría.

Pero al mismo tiempo, según un informe presentado a la ONU en el mismo 2015 por el Observatorio Venezolano de la Salud, la Fundación Bengoa y el Centro de Investigaciones Agroalimentarias, se anunciaba el riesgo de la crisis alimentaria que en efecto empezó a perfilarse en los siguientes meses y que al día de hoy afecta a la mayor parte de los venezolanos. La caída en picada de la producción de alimentos (por poner un caso: el arroz, que pasó de 900.000 toneladas en 1999 a unas 300.000 en 2014), la dependencia de la importación (del 40% de los alimentos en 1999 a más del 70% en 2014), en momentos en los que caía el precio del petróleo, auguraban un problema de grandes proporciones. El tiempo les dio la razón. Para finales de año los anaqueles estaban vacíos y la práctica destrucción de la moneda, que en su cambio de mercado libre pasó en un año de 180 bolívares por dólar a 980, desató la peor inflación del mundo (180% según el Banco Central y 270% según estimaciones independientes) y la pulverización abrupta de los salarios de casi todos los venezolanos. Para inicios de 2016 el valor de la canasta básica era de 121.975,47 bolívares mientras que el sueldo mínimo era de 24.853,80 bolívares, si se incluyen los tickets de alimentación. Y eso sin considerar que ante la escasez (de un 80% en algunos productos) suele ser necesario acudir al mercado negro (a los “bachaqueros”) donde todo es muchísimo más costoso.

Con la necesidad de cinco salarios mínimos para cubrir la canasta, no es de extrañar que según la Encuesta de Condiciones de Vida (ENCOVI) de 2015, elaborada por las universidades Central de Venezuela, Simón Bolívar y Católica Andrés Bello, el 12,1% de los venezolanos coma sólo dos veces al día, cifra que sube al 39,1% entre los más pobres (y el 4,8% lo hace sólo una vez al día). Además, lo que come es de muy mala calidad: básicamente arepas, pasta, arroz, es decir, carbohidratos y grasas. No en vano somos el tercer país latinoamericano con mayor número de obesos (y el décimo del mundo), con un 31% de la población en obesidad. Según ENCOVI, consumir carne, vegetales y frutas es un signo de estar por encima del umbral de la pobreza. Y por encima de ese umbral sólo está el 27% de los hogares venezolanos (el otro 73% está formado por un 49,9% de hogares en pobreza relativa y un 23,1% de pobreza extrema) (2).

El paisaje de las ciudades con largas filas, en las que las personas se han peleado a cuchilladas por sus puestos; donde, según el actual vicepresidente de la República, Aristóbulo Istúriz, hubo veintiún saqueos de comida sólo en la Semana Santa de 2016, se asemeja bastante al de un colapso. Parece que de un plumazo se revirtió todo lo que en apariencia se había avanzado con Chávez. La pregunta es, entonces, cómo se ha llegado a este punto. Aunque es imposible eludir el hecho de que las decisiones económicas de Chávez tienen mucho que ver con el colapso, bien por su naturaleza o por su ejecución, es bueno mirar más allá y entender que lo que está en crisis no es sólo el modelo chavista, sino algo más amplio en lo que los venezolanos hemos estado inmersos desde la década de 1930.

¿“Excepcionalismo” o “ilusión”?

Parafraseando a Eric Hobsbawm, podríamos hablar de un “siglo XX corto venezolano”, que arrancaría en 1920 y terminaría en 1989. Fueron casi setenta años en los que el país experimentó uno de los cambios más grandes de la historia mundial, alcanzando muchos de los sueños pergeñados desde su fundación como república independiente en el siglo anterior. Entre 1936 y 1977 se experimentó una tasa promedio de crecimiento de más del 8% (que en ciertos momentos llegó a ser del 13% interanual); la población se disparó de tres millones de personas en 1920 a quince millones en 1981; aumentó la esperanza de vida de 42 años en 1940 a 70 años en 1990 (una de las explicaciones de esta explosión poblacional); bajó el analfabetismo de casi el 70% en 1936 al 16% en 1980; de unos 5.000 kilómetros de carreteras en 1930 (sólo 1.000 pavimentados) el país pasó a tener 84.000 kilómetros en 1996; y de dos universidades y un pedagógico en 1936, se pasó a más de un centenar en 1990. Y éstos son sólo algunos indicadores macros que reflejan otros más difíciles de cuantificar, como el de haber sido un siglo de paz o el avance sostenido hacia formas cada vez más amplias de democratización.

En efecto, cuando Marcos Pérez Jiménez fue derrocado en 1958 por una rebelión de la sociedad secundada por las Fuerzas Armadas, Venezuela retomó la ruta democratizadora iniciada en 1936 que la singularizó en una región donde lo común eran las dictaduras militares. Otro tanto puede decirse de la violencia. Después de la última guerra civil en 1901-1903 y de algunos conatos de alzamientos posteriores, el mayor desafío a la paz en el siglo XX fue la guerrilla comunista que, inspirada en (y financiada por) la Revolución Cubana, actúo entre 1961 y 1969. La rendición de la mayor parte de sus efectivos en sólo ocho años es considerada un ejemplo mundial de éxito en la lucha antiguerrillera, demostrando que un sistema democrático y políticas sociales amplias son más efectivos que la sola represión. Aunque se habla, no sin razones, de la “década violenta”, ni las acciones guerrilleras (que implicaron intentonas de golpes de Estado, los combates en el campo, una pequeña expedición armada enviada desde Cuba, los asaltos, secuestros, sabotajes y ejecuciones) ni las gubernamentales (se contabilizaron numerosas violaciones a los derechos humanos), alteraron esencialmente la vida cotidiana de los venezolanos. Por sólo señalar dos datos, el aumento de la inversión privada (un estudio de 1979 demostró que el 80% de las empresas existentes entonces habían sido creadas después de 1960), así como la continua fundación de escuelas (fueron los años de la masificación: entre 1958 y 1967 la matrícula de primaria aumentó en un 78% y la de secundaria en un 404%), hablan de un país en crecimiento y un clima de confianza.

No en vano el 90% de los venezolanos votó por partidos pro-sistema (especialmente el socialdemócrata Acción Democrática) entre 1958 y 1994. La democracia parecía estar cumpliendo con la gran aspiración del ascenso social. Pongamos un ejemplo: para 1979 el valor de la canasta básica era de 798 bolívares, y el 73% de los hogares tenían ingresos ubicados entre 799 y 5.000 bolívares mensuales. Aunque el 80% de la renta petrolera era absorbido por el 20% más rico, casi todos, a su nivel, tenían motivos para estar contentos. Son los años de la llamada Gran Venezuela, que según el presidente Carlos Andrés Pérez comenzaría el 1° de enero de 1976, fecha de la nacionalización de la industria petrolera, y que para el 2000 ya sería un país desarrollado; años en los que los precios del petróleo disparados por la crisis energética (de unos tres dólares el barril en 1973 a más de treinta en 1981) permitieron pisar a fondo el acelerador de las reformas sociales, no sin fomentar el derroche, el clientelismo y la corrupción. El historiador Steve Ellner se refiere a estos años de paz, democracia y una clase media creciente como los años del “excepcionalismo” venezolano. Sin embargo, las cosas para finales de los setenta no estaban tan bien como parecían. Los investigadores Ramón Piñango y Moisés Naím hablan de aquel momento como una “ilusión de armonía” (3).

La crisis del capitalismo rentístico

Es imposible entender los cambios experimentados durante el “siglo XX corto venezolano” sin el petróleo. De hecho, en Venezuela casi cualquier cosa es imposible de comprender en realidad sin esta variable. De allí la importancia de tomar en cuenta dos tesis que explican el modelo venezolano de desarrollo: la del “Estado mágico”, de Fernando Coronil, y la del “capitalismo rentístico”, de Asdrúbal Baptista.

El esquema esencial es el siguiente: en Venezuela, siguiendo la tradición legal española, no existe la propiedad privada en el subsuelo. Esto hace del Estado venezolano una especie de gran terrateniente, que tiene en sus manos unas enormes reservas de petróleo (de hecho, las mayores del mundo con unos 300.000 millones de barriles, aunque hay que acotar que la mayor parte de los mismos son de petróleo ácido y pesado). Ese Estado “terrateniente”, desde principios del siglo XX, le otorga a un tercero el derecho (la concesión) de explotar el recurso, a cambio de lo cual recibe, como todo propietario en una relación de este tipo, una renta, la llamada “renta petrolera”, formada por las regalías y un conjunto de impuestos. Hasta 1976 las concesionarias eran empresas extranjeras, pero con la nacionalización de aquel año pasaron a una empresa en manos del Estado, Petróleos de Venezuela Sociedad Anónima (PDVSA). En 1996 se permitió el retorno de las transnacionales, a las que Chávez obligó en 2005 a asociarse con PDVSA en empresas mixtas.

Pues bien, con la renta petrolera el Estado decidió, desde la década de 1920, crear un capitalismo en Venezuela. El lema “sembrar el petróleo”, acuñado por Arturo Uslar Pietri en 1936 y asumido por todos los presidentes desde entonces hasta Chávez, consistió en transferir la renta a la sociedad a través de inversiones, obras públicas, empleos y préstamos. La idea es que con ello se formaría una economía no petrolera autónoma (lo que, por varias razones, no ha sido posible). Ésto es lo que Baptista ha llamado el “capitalismo rentístico”: una economía más o menos definida por el mercado; un empresariado privado, una clase media, ahorro e inversión que en última instancia dependen de la renta petrolera. Lo cual está muy relacionado con la idea de un “Estado mágico”, capaz de dispensar por obra de la renta hospitales, escuelas, autopistas, buenos sueldos, viviendas, que se asentó en la mente de los venezolanos.

A pesar de que este modelo generó los indicadores de bienestar ya mencionados, era muy frágil y, a partir de la década de 1980, comenzó a agotarse. La abundancia de petrodólares hizo a la industria nacional, pública y privada, poco competitiva; el salto hacia la Gran Venezuela implicó cuantiosos endeudamientos, la espiral de importaciones finalmente obligó a devaluar y la inflación apareció para quedarse por cuarenta años. Así, el llamado Viernes Negro (18 de febrero de 1983), cuando el bolívar fue devaluado frente al dólar (de 4,30 a 6,30 por dólar), representó la manifestación de lo que ya muchos economistas advertían: una crisis que con la caída de los precios del petróleo en los siguientes años se agudizó (de casi 30 dólares el barril en 1985 a 14 en 1986). Generalmente se dice que el Caracazo (27 y 28 de febrero de 1989) fue producto de las reformas neoliberales anunciadas por Carlos Andrés Pérez al inicio de su segundo gobierno. Probablemente se trate de otra simplificación, porque los efectos de las mismas no se habían empezado a sentir cuando ocurrió la ola de saqueos sangrientamente reprimida por el ejército. Pero para ese momento la población ya había experimentado un severo empobrecimiento y estaba bastante frustrada: a finales de 1988 la canasta básica estaba en 2.670 bolívares, mientras que el salario mínimo era de 1.850 bolívares, lo que llevó el porcentaje de hogares pobres a casi el 48% del total.

Los venezolanos votaron por Pérez esperando un retorno milagroso a los años setenta, cosa que le garantizó un triunfo con el 57% de los votos y una abstención del 8%, lo que en conjunto implica que fue mucho más votado que Chávez, que siempre enfrentó abstenciones de alrededor del 30% (4). Cuando informó que ello no sería posible, estallaron en disturbios motorizados por el ascenso del precio del transporte público que, vistos por todo el país por la televisión, tuvieron un efecto multiplicador.

El cambio postergado

Naturalmente, no todo es economía. El empobrecimiento hizo más molestos los escándalos de corrupción y la creciente deficiencia de los servicios públicos. Mientras hubo más o menos dinero para todos, las malversaciones y los peculados de algunos (que no todos) funcionarios y políticos, eran más o menos tolerados e incluso aceptados como una forma de garantizar lealtades por la vía del clientelismo. Pero en cuanto comenzó la carestía, los escándalos y la impunidad que los cubría crearon un nuevo culpable: los políticos, que se han robado el dinero. Esa fue una de las fuentes, aunque no la única de indignación y frustración.

Si bien el expediente de los “políticos corruptos como causa de todos los males” es exagerado, lo cierto es que la democracia se fue deslegitimando a los ojos de los venezolanos cuando se mostró incapaz no sólo de mantener la promesa del ascenso social (para 1995 ya se hablaba de un 80% de hogares pobres) sino al menos de castigar la corrupción. El “Estado mágico” había perdido su magia y los partidos políticos se desprestigiaron por ello. Fue el momento que los jóvenes de varias logias militares (de derecha y de izquierda) llevaban años esperando. La trama de conspiraciones existentes entre diversos grupos políticos, militares y empresariales, que en cada caso querían llevarse los restos del sistema como su propio botín, fue su oportunidad. Aunque el golpe del 4 de febrero de 1992 fue una derrota militar, significó un triunfo político. Cuando el teniente coronel Hugo Chávez llama a la rendición de sus compañeros, pero desliza la frase “por ahora”, la sociedad vio en él a un salvador. No poco del imaginario militarista y autoritario que la democracia no había logrado borrar del todo en la mentalidad de la población afloró aquel día: “Ha llegado el hombre corajudo a poner orden”.

El punto es que la crisis del sistema político, que llevó a la destitución de Carlos Andrés Pérez en 1993, no resolvió el problema de base: el capitalismo rentístico ya no tenía para continuar su magia. Últimamente reivindicado por muchos sectores, a Pérez al menos hay que reconocerle que puso sobre la mesa el asunto de la inviabilidad del sistema y un intento de transformación, rápidamente abortado. Puede alegarse que la clase política, desacreditada, no tenía moral para pedir sacrificios; que subestimó el impacto de lo que llamó el “Gran Viraje”; que el neoliberalismo, como él mismo dijo durante la campaña electoral, es la “bomba-sólo-mata-gente”; pero fue el primer intento de un cambio estructural.

La Revolución Bolivariana

El voto inicial por Chávez tuvo más de deseo de no cambiar, que de cambio. Muchos empresarios quebrados por las nuevas reglas de mercado lo financiaron con la esperanza de cooptar su apoyo; así como la clase media le aportó su primer caudal de votos. Lo que no contaban es que Chávez tenía otro plan, que pronto comenzó a verse con la Ley Habilitante de 2001. Luego de que en el golpe y los paros de 2002 y 2003 logró derrotar a las elites políticas y económicas del antiguo régimen –la central sindical, el gremio empresarial, la gerencia de la industria petrolera, los medios de comunicación, los partidos y varios sectores del generalato y la Iglesia– decidió avanzar hacia la construcción de lo que llamó, siguiendo de forma bastante libre a Hans Dieterich, “socialismo del siglo XXI” o “socialismo bolivariano”. Beneficiando a los más pobres con políticas sociales y politizándolos, después de su abrumador triunfo en las elecciones de 2006 (¡60% de los votos!), hizo del socialismo la política de Estado.

Este socialismo ha sido el segundo intento serio por modificar el sistema. Chávez estaba en lo correcto en al menos dos cosas: que el sistema no daba para más y que había que buscar una forma de implementar los cambios que no fuera tan traumática para la población. En esencia, fue lo que también buscaron, y con notable éxito, otros presidentes de izquierda con los que mantuvo estrechas alianzas, como Inácio Lula da Silva, Evo Morales y Rafael Correa. Queda por estudiar por qué Chávez escogió un camino más radical, aunque tal vez el hecho de contar con mayores recursos gracias al petróleo y menores contrapesos después de 2002 le permitió ir más lejos que los demás. En cualquier caso, el “socialismo bolivariano” puede considerarse como una versión “liberal” de los socialismos reales. Todo lo que se considera estratégico debe pasar al Estado, como se hizo con multitud de fincas, bancos, la telefónica, las cementeras, siderúrgicas y compañías eléctricas (para 2013 se calculaban unas 1.200 empresas estatizadas); pero permitiendo para ciertas actividades la iniciativa privada y las “empresas sociales”, de signo más o menos comunitario.

Rechazado el modelo en el referéndum de reforma constitucional de 2007, se fue aplicando a cuenta gota. La contracción que generó en la producción sólo fue posible de paliar con el gran boom petrolero de 2003 a 2008 (el barril pasó de 36 dólares a 116), que permitió, a un mismo tiempo, expandir el consumo a través de ayudas públicas y de un incremento gigantesco de las importaciones (de un promedio de 14.000 millones de dólares anuales a 50.000 millones en 2014). Por una parte, el Estado, otra vez mágico, le metía dinero en el bolsillo a la gente; y por la otra, le llenaba los anaqueles con productos a precios regulados para que gastaran ese dinero comprándolos. Son esas importaciones las que explican el premio de la FAO y son también, en gran medida, las que explican el colapso que vino inmediatamente después.

Necesario cambio estructural

Como vemos, Chávez no cambió las reglas esenciales del capitalismo rentístico. De hecho, cuando Maduro ha llamado a “acabar con el rentismo” (5), tácitamente estaba reconociendo lo poco que se avanzó en esa dirección. Nuevamente, al Estado se le acabó la magia. Treinta años de postergación ya son demasiados y el colapso económico así lo demuestra. En este panorama faltan muchas otras piezas. Tal vez lo político esté demasiado subordinado a lo económico y social; hay variables, como la delincuencia, que son indispensables. En particular esta última: la combinación de empobrecimiento, la corrupción y la pérdida de capacidad del Estado ha hecho de Venezuela uno de los países más peligrosos del mundo con 73 homicidios por cada 100.000 habitantes, en el que las megabandas ya compiten por el control de regiones enteras, en las que actúan con relativa libertad. Muchos hablan de un Estado fallido, similar a algunos países donde ha desaparecido toda forma de control institucional.

En cualquier caso, queda clara la complejidad del problema, que trasciende las simplificaciones maniqueas, así como el tamaño de aquello que los venezolanos enfrentan y deben resolver como primer punto en la agenda de cualquier cambio político que pretenda serlo de verdad. La situación no es sostenible (según todas las encuestas el 80% de la población evalúa muy mal a Maduro y casi un 70% votaría en contra suyo en un referéndum, sin contar los saqueos y otras protestas diarias) y todo indica que en el corto o mediano plazo habrá un cambio político, o bien porque el chavismo se reconduzca, liderando la transición, o bien porque pierda el poder, como insinúa el arrollador triunfo opositor en las elecciones parlamentarias del 6 de diciembre de 2015. Pero ese cambio deberá apuntar hacia lo estructural. De otro modo Venezuela seguirá rodando hacia una catástrofe cada vez peor.

1. Luis Pedro España, “El socialismo petrolero. Situación y políticas sociales bajo un fallido modelo de desarrollo”, Instituto Latinoamericano de Investigaciones Sociales (ILDIS), Caracas, octubre de 2013.

2. www.rectorado.usb.ve/vida/node/58

3. Moisés Naím y Ramón Piñango (editores), El caso Venezuela, una ilusión de armonía, Ediciones IESA, Caracas, 1984.

4. Esto es muy llamativo, si se considera que Chávez logró incorporar a decenas de miles de personas que no estaban empadronadas y, en ocasiones, ni siquiera tenían documento de identidad, lo que constituyó una de sus políticas de inclusión más exitosas. El colapso del sistema en la década de 1990 fue el que generó en gran medida esa exclusión, que nunca se logró revertir del todo: hasta entonces, una de las banderas de la democracia había sido la de haberles dado el voto a todos, por lo que un signo inequívoco de su crisis fue la creciente exclusión de la década anterior a la llegada de Chávez al poder.   

5. “Maduro: la enfermedad del rentismo petrolero se metió en los huesos de todos”, www.noticierodigital.com, 18-2-16.

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* Historiador y columnista. Director de las Maestrías de Historia en la Universidad Católica Andrés Bello, Caracas. Individuo de Número de la Academia Nacional de la Historia de Venezuela. Columnista en la web Nueva Sociedad (http.//nuso.org) y en Prodavinci.com. Su más reciente libro es La república fragmentada. Claves para entender a Venezuela (Editorial Alfa, Caracas, 2015).

© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur

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