INTERNACIONES PROLONGADAS EN EL NEUROPSIQUIÁTRICO DE LA MERCED

Los olvidados

Por Mauro Cipoletti*
En 2021, el Dipló y Revista Late lanzaron el Taller de periodismo narrativo “Contar el mundo” con la participación de Leila Guerriero y destacadxs docentes. Destinado a ofrecer las herramientas esenciales para desarrollar una pieza periodística de alta calidad narrativa que combine la crónica y el análisis, el taller ya arrancó su segunda edición. En esta sección, presentamos los mejores trabajos realizados por sus participantes. En verano, los habitantes de La Merced duermen la siesta para protegerse del agobiante calor. Nadie quiere salir de su casa, excepto un grupo de niños, ansiosos por jugar con agua y aprovechar el día. Sus padres, de todas maneras, los obligan a quedarse adentro. Mirando por la ventana, observan cómo un grupo extraño de personas toma la plaza: mujeres sin pelo y con excesivo maquillaje se pasean de un lado a otro y se sientan en las hamacas, antes propiedad exclusiva de los niños, hombres flacos hasta los huesos fuman sin parar en la esquina o simplemente pasean por ahí. Los padres, ahora dormidos con la ayuda imprescindible de los ventiladores, habían instruido no acercarse a aquella gente bajo ningún punto de vista: “es la gente del Hospital”, decían. “Son los locos”.
Los antiguos calabozos (Mauro Cipoletti)

La Merced no es un pueblo como cualquier otro, aunque a simple vista lo parezca. Está ubicado en el Departamento de Paclín, en la Provincia de Catamarca, a 50 kilómetros de su capital, San Fernando del Valle. Como la mayoría de los asentamientos coloniales españoles, en el centro del pueblo hay una plaza con una iglesia ubicada justo al frente. Durante la mañana, los pobladores caminan de un lado a otro haciendo las compras del día. A la hora de la siesta se llena de chicos y chicas con guardapolvos que se reúnen una vez terminada la jornada escolar. Ya a la tardecita, los niños se divierten en los juegos mientras algunos mayores toman mate y conversan disfrutando del descenso de temperatura. Desde la plaza, a ambos lados del poblado, se ven las montañas que conforman un valle verde, habitado desde hace miles de años.

Siguiendo por la calle de la Iglesia principal encontramos una escuela secundaria, pintada de un tono celeste brillante. Por la mañana se escucha el bullicio de niños y adolescentes abarrotados en las aulas. Unos metros más adelante, la escuela primaria nos ofrece un paisaje similar. Hay que caminar unas cuadras más para encontrar el Hospital de La Merced, de frente pintado de un tono celeste igual al de las escuelas y por detrás en un tono amarillo mucho más desgastado. Una reja también marca esta división de colores que separa simbólicamente al edificio en dos, casi en perfectas mitades. En la parte trasera, detrás de la reja, un hombre camina en línea recta, va y viene con los brazos estrechamente cruzados a la altura de la boca del estómago. No tiene pelo y en su caminar se adivina cierta abstracción, como si no importara mucho qué hay a su alrededor.

Contención

A mediados de la década del 70, por decisiones gubernamentales que nadie sabe explicar muy bien, el proyecto de un Hospital interzonal polivalente se transformó en un hospital neuropsiquiátrico que, de una manera u otra, transformó la historia de este pueblo. Algunos vecinos protestaron, levantaron notas en los diarios y organizaron reclamos, pero la decisión no se revirtió y esta localidad lleva 50 años albergando a pacientes psiquiátricos de diferentes lugares de la provincia.

En la pequeña entrada de su casa, Felisa, docente jubilada de 67 años, nacida y criada en La Merced, explica, mientras de la cocina llega un olor de almuerzo en fase de preparación y en la radio suena una chacarera, que el rechazo de la gente de la localidad es por el proyecto frustrado del Hospital Polivalente. “No es contra los pobres pacientes, no somos elitistas –dice–. Ellos a veces venían y te golpeaban la puerta para pedirte alguna cosa, o plata, para comprar cigarrillos y uno siempre les daba.”

Ella cree que el Hospital fue un ancla para el desarrollo turístico del pueblo. “En un momento, conocías a alguien de otro lado y te preguntaba: ‘¿Sos de La Merced? Ah, sos de los locos’. Pero la mayoría de los pacientes no son de acá –continua–, son de otros departamentos y los vecinos de aquí han sufrido muchas cosas. A veces se descompensaban en la calle y la gente no sabía cómo actuar. Ahora ya estamos acostumbrados, van a misa y a los eventos importantes del pueblo, son como uno más.”

En el Hospital, un hombre de unos 60 años con ropa algo gastada mira atrás de un portón, con una mano en la reja. A solo unos metros, del otro lado de la reja, tres trabajadores de mantenimiento juegan a las cartas en una pequeña habitación, visten ropa de trabajo y escuchan la radio, aunque no le prestan mucha atención. Uno de ellos dice con orgullo ser originario de La Merced. Hace muchos años que trabaja en el hospital y cuenta que antes había muchos más pacientes. Según él, las condiciones en las que viven los internos han mejorado mucho: antes había calabozos y solo daban de comer cabeza de vaca. Ahora los pacientes están “metidos en la sociedad”, aunque hace muchos años que no entra nadie nuevo y hace todavía más tiempo que no vienen familiares a visitarlos.

Norberto es enfermero del hospital hace 30 años, dos de los cuales trabajó ad honorem, según cuenta con orgullo. Acuerda con que las condiciones de los pacientes han mejorado mucho en los últimos años. “Nuestro trabajo también se ha facilitado mucho –dice–. Antes era más difícil, sobre todo para las enfermeras mujeres, los hombres nos la arreglábamos mejor, nos podíamos defender ante una agresión. Pero todo eso se terminó, solo queda un paciente que cuando se ‘descompensa’ se pone agresivo, pero se lo médica y a las horas ya está bien.”

Según Norberto, o Nolo, como le gusta que le digan, en su momento llegaban pacientes de todo tipo, algunos venían por órdenes del juez, habiendo cometido algún delito, otros eran “drogadictos” y algunos eran traídos por sus familias cuando ya no sabían qué hacer con ellos. Lo cierto es que nadie venía por su cuenta. Por eso, la gente del pueblo llegó a llamarlo un “depósito de gente”. Nolo recuerda que hubo muchos casos de pacientes que se escapaban y había que buscarlos con la policía, lo que producía mucho malestar en el pueblo, sobre todo por la cercanía de la escuela primaria. “Por suerte todo eso ha cambiado”, dice el enfermero y suspira.

“Ahora todo es diferente –insiste el enfermero–, los pacientes que quedan se van y vuelven, éste es su hábitat, ésta es su casa y nosotros su familia. Hoy es un hospital de puertas abiertas”, dice Nolo, aunque en su bolsillo carga la llave de la puerta que lleva al neuro.

Para entrar a la parte del hospital donde se encuentra el neuropsiquiátrico hay que atravesar una puerta de madera cerrada con llave. Primero hay un pasillo ancho que lleva a un comedor amplio. En ese pasillo a la derecha está la primera habitación que se puede encontrar. Una paciente duerme la siesta mientras Nolo se acerca a mirar. En el comedor hay una sola mesa larga con 20 sillas alrededor. El viejo televisor está encendido, en la pantalla se ve un programa de fútbol que anuncia la hora del próximo partido de Messi en el PSG. Nadie lo mira. Del comedor, una puerta grande, abierta de par en par lleva al patio. Desde allí se ve una cancha de fútbol al fondo y una construcción pequeña en el centro del patio separada del resto del edificio. Las paredes están pintadas con murales donde se ven distintas escenas: una pareja recién casada, la mujer lleva un vestido de novia con velo y el hombre un traje gris, de fondo, unas montañas verdes, amarillas y marrones y por debajo el río celeste; del otro lado, otra pareja vestida de rosa delante del mismo fondo, y unos hombres tocando la guitarra sobre unas flores también rosas. Contra la pared, un colchón viejo se seca al sol.

En esa construcción funcionaban los calabozos. Ahí los pacientes recién llegados y los “descompensados” eran encerrados para ser sometidos a un tratamiento que los tranquilizara. En ese lugar, las personas que eran consideradas peligrosas pasaban días enteros sometidos a calmantes. Un psiquiatra los visitaba cada tanto. En las puertas de cada pequeña habitación, que solamente contaba con una cama de cemento y una letrina, una mirilla rectangular a la altura de los ojos permitía la comunicación entre el paciente y los empleados del hospital. Por allí les pasaban la comida, servida en vajillas de plástico. A este proceso se lo llamaba “contención”. Ya no se hace más, ahora toda contención es mediante fármacos.

Un día José Luis, un enfermero que lleva 15 años trabajando en el hospital, estaba de turno en la zona de salud mental cuando comenzó a escuchar gritos desesperados desde la zona de los calabozos. Se acercó corriendo lo más rápido que pudo y por una de las mirillas de las puertas de metal vio cómo uno de los pacientes había quemado un colchón y se estaba prendiendo fuego él mismo. Sintió pánico y comenzó a buscar en su manojo de más de 20 llaves aquella que abriera esa puerta. Mientras probaba, escuchaba cómo los gritos se hacían más y más intensos. Logró abrir la puerta y salvar al interno, no sin graves quemaduras en los brazos y la cabeza.

Jesica, que lleva 15 años siendo enfermera en el hospital, se acuerda de la dificultad que implicaba ser mujer y trabajar con determinados pacientes. “Éramos víctimas de acosos constantes –relata–, sobre todo de aquellos pacientes que provenían del servicio penitenciario. Cuando entrábamos a los calabozos, nos acompañábamos con otras enfermeras, íbamos en grupos de a dos o de a tres para administrar las medicinas y dar las comidas. Éramos víctimas de acoso sexual por parte de algunos pacientes, algunos nos gritaban cosas o intentaban tocarnos.”

“Un día –cuenta Jesica–, entramos a un calabozo con otra enfermera para administrar medicamentos a uno de los internos más problemáticos: Él quiso tocar a mi compañera por la espalda y ella le llamó la atención. El interno le pegó una cachetada con la mano abierta que le dejó la cara toda colorada.”

“Tenés dos alternativas: o mostrar valentía o mostrar miedo. Si elegís ser valiente tenés que aguantarla hasta el final. Si elegís el miedo te pasan por arriba”, dice Jesica y recuerda el día en que un paciente la agarró del cuello en medio de la cena. Había intentado tocar a una compañera y ella también le llamó la atención. El hombre la agarró del cuello y quiso apretarla contra la pared. “Yo apoyé las plantas de los pies contra la pared y no dejé que me pusiera contra ella, mientras forcejeaba para que me soltara. Ahí intervinieron los acompañantes terapéuticos y el psicólogo para que me soltara”. Después de eso el interno fue a buscarla a una habitación en la que se encontraba sola y comenzó a amenazarla e insultarla. Jesica se puso firme y le dijo: “si lo vas a hacer, hacelo ahora, este es tu momento”. El paciente reculó y le pidió disculpas.

A medio camino

Jesica dice que el trabajo es muy gratificante a pesar de todo: “los pacientes te demuestran mucho cariño, te besan y te abrazan, una de las chicas siempre me dice ‘vos sos mi hermana, que bueno que viniste’”. Para José Luis, hoy en día, hay algo muy familiar en el ambiente: “más allá de la relación enfermero/paciente, celebramos cumpleaños, navidades y años nuevos juntos, uno ha llegado a quererlos como a un pariente”. José Luis dice lamentar la pérdida de algún paciente: “se van poniendo viejitos y se enferman, para nosotros es muy duro. Encima nadie de la familia es capaz de ir a verlos”.

Carlos es un paciente que lleva años internado a pesar de tener el alta. Proveniente de Antofagasta de la Sierra, un pueblito al norte de Catamarca, volvió justo un 24 de diciembre, cerca de la medianoche, para celebrar la navidad en el hospital. “Pasa que esta ya es mi casa”, explica. Él está contento en el hospital ya que allí tiene techo y comida. “Con la beca que tengo puedo ayudar a mi vieja allá en Antofagasta. Así como el Estado los vive a ustedes, yo vivo al Estado”, dice Carlos y se ríe.

En La Merced, hay usuarios del Hospital que llevan tantos años viviendo ahí que, para los enfermeros, la posibilidad de que se adapten a otra forma de vida es muy baja.

En una esquina de la puerta que da al patio, un hombre está sentado mirando hacia afuera, la mirada clavada en dirección a los antiguos calabozos. Apenas hace caso cuando los enfermeros pasan a su lado y lo saludan. Es “El Brasileño”, cuenta uno de ellos, la policía lo trajo acá cuando lo encontró deambulando, casi no habla español, pero se hace entender cuando quiere.

Hace algunos años se inauguró una casa de medio camino, una residencia donde los pacientes que estuvieran en condiciones podrían vivir para comenzar a adaptarse a la sociedad. Para Nolo, el problema es que, mientras están internados, los sujetos pierden todos los hábitos necesarios para vivir en sociedad: “Hay que reeducarlos completamente, son pacientes viejos y crónicos”. Aquí ni siquiera tienen permitido usar cubiertos, solo cucharas o cosas de plástico. En el único momento que se puede usar cuchillo es en algún asado con muchos enfermeros que estén alrededor prestando atención.

En la casa de medio camino llegaron a vivir tres pacientes hace algunos años, cuando el proyecto era apoyado por el Estado y había mucho acompañamiento. Hoy, uno de ellos volvió permanentemente al hospital y de los otros dos, uno está temporalmente de vuelta. Es un paciente que anda muy bien, cuenta Nolo, pero cada tanto deja el tratamiento y tiene recaídas.

La única que quedó en la casa de medio camino es Griselda. Los enfermeros dicen que tiene un “retraso mental”. Llegó al hospital desde Santa María, una localidad al oeste de la provincia, cuando tenía entre 13 y 14 años, llevada por su tía que se había hecho cargo de su crianza pero que ya no podía cuidarla. Griselda ya no ve a su tía. Ella no va a visitarla y ha avisado en el hospital que tampoco quiere recibirla en su casa. Trabaja en el bar de la terminal de La Merced y va seguido de visita al hospital.

La implementación del dispositivo de “Casa de Medio Camino” es un esfuerzo por adecuarse a la “Ley de Salud Mental” sancionada en 2010. Dicha ley prevé el cierre de los hospitales psiquiátricos monovalentes o “manicomios”. Los retrocesos en el proyecto dan cuenta de las dificultades que tienen las instituciones para adecuarse a la ley sin el apoyo de políticas públicas específicas para lograr los objetivos. La ley establece que las internaciones prolongadas en estas instituciones son un problema de Derechos Humanos (aunque un decreto del Gobierno Nacional eliminó la perspectiva de Derechos Humanos de la ley en 2017).

Esta ley preveía el cierre definitivo de estas instituciones a favor de un sistema de atención a la salud mental basado en el apoyo de la comunidad. Sin embargo, en La Merced, hay usuarios del Hospital que llevan tantos años viviendo ahí que, para los enfermeros, la posibilidad de que se adapten a otra forma de vida es muy baja. Aun así, los efectos de la ley en el Hospital son palpables. De una población de más de 50 internados hoy solo quedan 13 y desde 2017 que no llegan nuevos pacientes.

Sin embargo, José Luis lamenta que se haya perdido el primer impulso que generó la ley: “de un momento de mucha actividad con talleres, eventos y acompañamiento profesional, pasamos a uno en el que ya no se hace nada, justo cuando quedan los pacientes con los que mejor se puede trabajar”.

Sobre el sentir del pueblo para con el Hospital, Nolo piensa que en su mayoría lo ha aceptado “en un 70 u 80%”. Es un pueblo chico, explica, acá todos nos conocemos con todos y la gente ya sabe quiénes son y cómo tratarlos, qué hacer y qué no hacer. Algunos de los pacientes incluso trabajan en el pueblo. A través de un convenio con la municipalidad, algunos han comenzado a trabajar limpiando la plaza durante un par de horas cada mañana, como Cardozo, que lleva más de dos décadas internado y cuyo trabajo como barrendero lo deja siempre muy agotado, o “La Wanco”, que trabajó en una granja de una escuela estatal, porque siempre le gustaron los animales.

En la entrada al hospital hay un pequeño jardín, está bien cuidado, el césped cortado al ras y algunas plantas florecidas dan una imagen de calma y tranquilidad. O eso parece pensar Rodrigo que, sentado en una silla de ruedas, mira ese pequeño jardín desde hace varios minutos. Llegó al hospital en 2017 y por unas complicaciones le amputaron una pierna a la altura de la rodilla.

Rodrigo es de Palo Labrado, una pequeña localidad cerca de La Merced. Quiere que le llegue la prótesis para poder irse y comenzar a trabajar. Su sueño es comprarse un terreno y construir una casa. Sale cuando viene su hermano de visita y lo lleva un rato a la plaza. A veces trabaja en la radio municipal dando las noticias, eso le gusta. Disfruta del fútbol, es hincha de River y de Deportivo La Merced, dice y señala el escudo de la campera que pertenece al equipo local.

“Estoy esperando que me llegue una prótesis”, dice otra vez y mira a Nolo, que está parado también mirando al jardín.

— ¿Voy a volver a caminar? ¿Aunque sea con andador?

— Sí, o con muletas –contesta Nolo–.

— ¿Con muletas? ¿En serio?

— Sí –le dice Nolo mientras sonríe–. Depende de vos, así como te mejoraste de lo otro podés mejorar con esto.

 

© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur / Late

* Licenciado en Ciencia Política.

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