CARTOGRAFÍAS. COORDENADAS DE UN MUNDO QUE CAMBIA

Vigilar y castigar y castigar

Por Luciana Garbarino*
Los casos de violencia institucional se han intensificado durante la cuarentena. Asesinatos, abusos y la desaparición de Facundo Astudillo Castro son algunos de los terribles hechos que han ocurrido en todo el país durante los últimos meses, pero no son nuevos. Como se analiza en este artículo de “El Atlas de la Argentina”, se inscriben en una lógica de larga data que, pese a las denuncias, persiste. Esto se explica básicamente por la selectividad de la acción punitiva del Estado: las principales víctimas son jóvenes de sectores populares.

La cuestión del castigo es tan vieja como la humanidad, pero la forma de administrarlo está lejos de haber sido resuelta. En Argentina, una de las deudas más escandalosas de la democracia es la violación a los derechos humanos al interior de las instituciones de encierro (y la pasividad social que la acompaña).
A pesar de que la violencia institucional es cada vez más denunciada por los organismos de derechos humanos e incluso por entidades estatales como la Procuraduría contra la Violencia Institucional, la Procuración Penitenciaria de la Nación (PPN) o el Comité Contra la Tortura, los abusos persisten. Y, pese a su gravedad, está lejos de ocupar el centro de la agenda política y mediática.

Esto se explica básicamente por la selectividad de la acción punitiva del Estado: los detenidos son mayoritariamente jóvenes y pobres y las fuerzas de seguridad se enfocan en ellos: un relevamiento de muertes en hechos con participación policial en el AMBA arroja que el 87,5% de las víctimas son hombres de 35 años o menos (1).

Al igual que con la policía, los mecanismos de violencia que atraviesan a las fuerzas penitenciarias se explican por el hecho de que están organizadas en forma militarizada y vertical y que cuentan con amplios márgenes de autogobierno. Las leyes orgánicas y los sistemas disciplinarios fueron sancionados por gobiernos de facto o en etapas de alta inestabilidad política y contienen una fuerte impronta militar que se refleja tanto en sus procedimientos como en su cultura institucional.
Este carácter autoritario se combina con un “pacto de gobernabilidad” implícito: el poder político y el poder judicial delegan el monopolio de la gestión en las autoridades penitenciarias y minimizan controles a cambio de ciertos niveles de orden en las unidades penales (2). El objetivo no es tanto ofrecer las condiciones para la reinserción social de los detenidos y garantizar sus derechos como evitar situaciones de crisis.

Personas asesinadas por la represión
estatal, 1983-2017*

*El registro comenzó a realizarse a partir de 1996, por lo tanto los años anteriores, particularmente la década del 80, se encuentran incompletos.
Fuente: CORREPI, Archivo de casos, 2016.

Cadena punitiva violenta

Al momento de abordar el tema, el subregistro es un obstáculo insoslayable. Los datos deben ser interpretados como un piso mínimo que ilumina aspectos cualitativos del fenómeno y confirma su carácter estructural. Pero la idea está clara: la cadena punitiva –el accionar policial cotidiano, las condiciones en el encierro y la respuesta de los tribunales– es estructuralmente violenta.

La violencia institucional se ejerce de muchas maneras: en el hostigamiento cotidiano en los barrios vulnerables, en las formas inhumanas de castigo como el uso extendido del aislamiento y en las deplorables condiciones de vida, caracterizadas por la sobrepoblación y la restricción en el ejercicio de derechos básicos (salud, educación, alimentación, higiene). Estos últimos aspectos resultan particularmente alarmantes en el Servicio Penitenciario Bonaerense: según cálculos estimativos de los organismos de derechos humanos, la sobrepoblación supera el 100%, mientras que más del 60% de las muertes en sus cárceles ocurren por falta de atención médica.

Pero la violencia tiene una expresión aun más brutal: torturas, asesinatos e incluso desapariciones forzadas. Según datos de la PPN, la mayoría de los casos de tortura se produce al interior de las unidades penitenciarias y en todos los espacios posibles (en el 40% de los casos en la celda o el pabellón, pero también en los traslados y hasta en el gimnasio) e incluyen patadas y pisotones, golpes, asfixia, picana y abuso sexual (3). La desaparición forzada, por su parte, aparece como una forma extrema de encubrimiento tras una escalada de prácticas violentas que suelen tener como antesala episodios de hostigamiento, torturas, detenciones arbitrarias o extorsiones para forzar a cometer delitos (4).

La cadena de violencia se completa con la respuesta judicial. Por un lado, la cantidad de detenidos sin condena firme es una vieja deuda del sistema penal que continúa: sólo el 48% de la población penitenciaria nacional (39% en las cárceles federales) tiene condena. Por otro lado, la voluntad de las instituciones de iniciar acciones penales para denunciar los abusos sufridos al interior de las cárceles choca contra la decisión de muchas víctimas de no realizar las denuncias, sea por miedo, por falta de confianza en la justicia o por la imposibilidad de identificar a los agresores. Según datos de la PPN, sólo el 46% de las víctimas en casos de torturas documentados durante 2015 prestaron su consentimiento para que el organismo radicara la denuncia penal, mientras que en 2014 esa cifra alcanzó apenas el 35%. Una vez iniciadas las causas, la justicia es lenta y se resiste a calificar a los hechos como torturas o vejaciones.

En sus ensayos sobre el tema, el sociólogo Thomas Mathiesen expone varios argumentos acerca de por qué fracasan las cárceles –son inhumanas, no rehabilitan, no previenen el delito– y concluye: la construcción de nuevas prisiones supone una intensificación de la guerra no contra la pobreza, sino contra los pobres (5).

1. Sobre un total de 1.770 casos. Fuente: “Hechos de violencia letal con participación de integrantes de las fuerzas de seguridad en el AMBA”, Informe CELS 2016.
2. Raúl Salinas, El problema carcelario, Capital Intelectual, 2006.
3. Informe sobre los casos de Tortura y Malos Tratos, PPN, 1° semestre de 2016.
4. Hostigados: violencia y arbitrariedad policial en los barrios populares, CELS, Ciudad de Buenos Aires, 2016.
5. Véase Thomas Mathiesen, “Diez razones para no construir más cárceles”, Pensamiento Penal, N° 7, 2005.


Este artículo forma parte de “El Atlas de la Argentina”

De la deuda externa a la soja, de la crisis de los partidos políticos al federalismo, de las relaciones con América Latina al vínculo con China, de los hábitos alimenticios a los derechos humanos, del cine a la cumbia y de ahí a Borges y Maradona, El Atlas de la Argentina ofrece una mirada panorámica de un país en permanente transformación.

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Este artículo integra la serie: Cartografías. Coordenadas de un mundo que cambia

Ver también:

¿Por qué fracasó la paz entre Israel y Palestina?, por Ezequiel Kopel —- Leer 

Guerra Fría en la Red, por Pablo Stancanelli – Leer 

Los dueños de Internet, por Natlalia Zuazo — Leer 

La misoginia de Donald Trump, por Soledad Vallejos — Leer 

* Redactora de Le Monde diplomatique, edición Cono Sur.

© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur

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