NOVIEMBRE 2022

¿La educación todavía garantiza el ascenso social?

Por Agustina Corica*
“Estudiá para ser alguien” o “Mi hijo el doctor” fueron frases que se instalaron en el imaginario social para describir las mejoras de calidad de vida de la población. ¿Esto sigue siendo así en una sociedad con casi el 90 por ciento de los adolescentes en el secundario pero con medio país debajo de la línea de pobreza?
M.C. Escher, Relatividad, 1953

La sociedad es el resultado de nuestros actos. Pero eso no significa que nuestro obrar en sociedad se dé en un escenario donde los actores actúan en un marco de absoluta libertad y sin restricciones objetivas o subjetivas. Como dice el sociólogo Emilio Tenti Fanfani, la sociedad vive y se desarrolla en el marco de un juego que a un mismo tiempo brinda las condiciones de posibilidad y restringe los anhelos y necesidades tanto personales como colectivos.

En este sentido, muchos autores clásicos de la sociología consideraban que la escuela vendría a ser una ventana y un puente hacia otros mundos, muchas veces lejanos y distintos a sus mundos conocidos –la familia, el barrio, los vecinos–, que les permitiría ver y experimentar otras realidades. Es por eso que algunos investigadores consideran a la escuela como una poderosa agencia de individuación y de construcción de identidades sociales. Para otros, en cambio, la experiencia educativa sólo desarrolla en los sujetos disposiciones generales necesarias para participar como miembros competentes de la vida en sociedad.

Ahora bien, a fines de los setenta comienzan a desarrollarse las teorías crítico-reproductivistas que desmitifican el supuesto aporte de la escuela como garante de oportunidades sociales y económicas de los individuos. Desde la perspectiva marxista, la educación tiene como función principal reproducir la estructura jerárquica de la sociedad; es decir que el sistema escolar reproduce la ideología dominante. El papel de la escuela es inculcar a los estudiantes las conductas apropiadas para ocupar roles sociales dentro de la estructura jerárquica del trabajo y la sociedad capitalista. La escuela, afirman, no es una institución neutral sino que es uno de los aparatos más eficaces de reproducción de la ideología del Estado, tomado por la burguesía. Para Randall Collins, la actividad principal de las escuelas es enseñar el status de una cultura dominante; es decir reproducir las relaciones de clase existentes.

Los primeros estudios de Pierre Bourdieu y Jean-Claude Passeron, Samuel Bowles-Herber Gintis y Christian Baudelot-Roger Establet destacaban que la escuela reproducía la estructura social. Según esta perspectiva, la escuela no contribuía a la igualdad de oportunidades, sino que, por el contrario, reproducía el orden existente. A su vez, Bourdieu y Passeron señalaban que la educación sirve para seleccionar a los “más aptos”, a los privilegiados, y que los métodos de enseñanza y aprendizaje son producto de las fuerzas sociales (luchas sociales) que condicionan su contenido.

Según estos dos últimos autores, la reproducción se legitima transmutando las jerarquías sociales en jerarquías escolares. En este sentido, la escuela funciona como el garante de la herencia social transformándola en mérito escolar. Esto hace que aparezca la idea de que es el “don de las personas” (o sea el mérito) lo que posibilita continuar estudiando, y no el reflejo de la estructura social que vincula esas oportunidades con las desigualdades sociales existentes. Esta diferencia provoca que las expectativas de los sujetos se ajusten a las oportunidades objetivas del entorno social.

En el marco de estos enfoques teóricos, nos preguntamos qué papel tiene la escuela en la distribución de los recursos y de las oportunidades futuras, qué posibilidades da a los individuos de insertarse en el mercado de trabajo y en la sociedad actual.

La escuela funciona como el garante de la herencia social transformándola en mérito escolar. 

Educación y trabajo

 Desde la década de 1960, las teorías sobre educación y trabajo han hecho hincapié en el ajuste entre las aspiraciones ocupacional-profesionales generadas por la capacitación educativa formal y las oportunidades reales de empleo en el mercado de trabajo. Por entonces, América Latina confiaba casi ciegamente en la educación formal como elemento central del desarrollo económico-social.

Esta concepción no consideraba a la educación un gasto improductivo sino una inversión, que cumplía un papel fundamental como capacitadora de recursos humanos destinados al desarrollo de actividades económicas que, a su vez, permitían poner en práctica los planes desarrollistas, de industrialización y tecnologización. Las discusiones teóricas giraban en torno a la relación entre dos variables: lo educativo y lo económico. En palabras del investigador Alejandro Morduchowicz: cuestionaba si el desarrollo educativo de un país era resultado del crecimiento económico, o si, por el contrario, era la educación la que contribuía a ese crecimiento.

Entre quienes sostenían que la educación contribuía a ese crecimiento se encuentran las corrientes ligadas al desarrollismo; de allí es de donde emergen las corrientes de los “recursos humanos” y las de “capital humano”, conocidas como “los enfoques de la oferta”. Estas corrientes postulaban que invertir en la educación era apostar al crecimiento económico, y que, por lo tanto, era necesario que el sistema educativo capacitara una mano de obra calificada orientada al sistema productivo, entre otros sectores. Uno de los primeros en expresar el valor económico de la educación fue Theodore Schultz. Otros referentes de estas corrientes son Gary Becker y Jacob Mincer. Sus investigaciones evidenciaban que las personas con mayores niveles de educación eran las que percibían mayores retribuciones por su trabajo.

El enfoque del capital humano argumenta que el mercado de trabajo es el que define las características educativas de la población económicamente activa (PEA), a través del pago diferencial a trabajadores en función de los diferentes niveles educativos adquiridos. El argumento principal de esta corriente se basa en que lo invertido en educación repercutirá o se vinculará con el nivel de ingresos que obtenga cada trabajador. En esta dirección, el enfoque de los recursos humanos planteaba la planificación estatal del sistema educativo para ajustarlo al sistema productivo, protegiendo la oferta y la demanda de mano de obra laboral.

Con esta teoría, ha sido común reducir el capital humano a los años de escolaridad lograda, ingrediente que se mide en términos de grados cursados. Las investigaciones al respecto han identificado algunos resultados consistentes a gran escala, por ejemplo: las correlaciones positivas entre la mayor escolaridad de la PEA de un país y su productividad; el hecho de que la mayor escolaridad se correlaciona positivamente con mejores ingresos y posiciones laborales, o las tasas de retorno proporcionalmente elevadas que genera la escolaridad, descontando los costos directos e indirectos de esta.

Una parte importante de los argumentos y los postulados que se oponen a la teoría del capital humano corresponde a la teoría de la reproducción. Los textos ya clásicos de Christian Baudelot y Roger Establet (1975) y de Bourdieu y Passeron (1964) se centran en la distribución desigual de las oportunidades de acceso a la escolaridad, correlacionada estrechamente con las desigualdades socioeconómicas preexistentes.

Otros autores fijan su atención en las limitaciones del mercado de trabajo: la escolaridad no crea empleos, argumentan, sino que quienes alcancen mayor escolaridad podrán encabezar la fila de la cola para obtener trabajo y serán los últimos en perderlo  y sufrirán la “devaluación” de sus credenciales, es decir la pérdida de valor de la certificación escolar obtenida ya que el mercado de trabajo tendrá más personas para “elegir” con esa misma condición. Los ingresos, por su parte, no dependen de la escolaridad del trabajador, sino de la posición que ocupa en el mercado de trabajo. Según lo demuestran varios autores, entre otros Carlos Muñoz Izquierdo, Alfredo Hualde y Arcelia Serrano y Jordi Planas, el papel de la escolaridad frente al trabajo, el empleo o los ingresos varían según el período económico, la región geográfica, la rama de la economía, el género y la edad de los individuos e, incluso, las historias y culturas de las empresas mismas.

En espacios laborales concretos, el mismo certificado de educación superior no asegura a todos los que lo poseen un mismo ingreso superior o una mejor posición laboral (tampoco el certificado de técnico medio asegura la consecución de un empleo relacionado con los estudios cursados). Por otra parte, en la medida en que la escolaridad se distribuye de manera más equilibrada entre la población, como comienza a ser el nivel secundario en la actualidad, deja de constituir una variable causal de diferencias en ingresos y en posiciones laborales, por lo menos en sectores bien delimitados del mercado de trabajo, como demostró con sus investigaciones María De Ibarrola.

Estos estudios demostraron que, a iguales niveles educativos alcanzados, existen, sin embargo, distintas escalas de ingreso. De manera tal que, para hacer el cálculo de las tasas de retorno, no basta con considerar sólo la variable educativa, sino que deben tenerse en cuenta otros factores que intervienen en la ecuación. Por ejemplo, una serie de estudios, entre ellos uno realizado por Gary Becker, señalaba que factores tales como las características socioeconómicas del hogar, la educación de los padres, la salud, la aptitud, entre otros, influyen también en la ecuación. Es por eso que, en la década de 1970, aparecen en escena los enfoques de la demanda que abordan los temas del desempleo estructural y de los mercados laborales –aquellos en el que coexisten trabajadores formales e informales– a través de las concepciones reproductivistas de la sociología de la educación.

Desde la corriente reproductivista se sostiene que la expansión de la enseñanza formal no implica de por sí mayor igualdad en los ingresos, oportunidades de empleo y prestigio social, sino que, por el contrario, reproduce y consolida aún más las desigualdades socioeconómicas, tal como aseguraba el investigador y exministro de Educación Juan Carlos Tedesco. Por el contrario, desde la óptica de la elección racional, Raymond Boudon cuestiona el ajuste automático entre educación e ingresos, argumenta que, en las sociedades industriales avanzadas, durante la segunda mitad del siglo XX disminuyó la desigualdad frente al acceso a la educación, pero esa disminución no tuvo los efectos esperados en relación con la movilidad social. Es decir, que el valor de los certificados educativos depende de la relación entre la cantidad de diplomas otorgados y la cantidad de puestos de trabajo disponibles en distintos momentos. Los argumentos señalados por Boudon cobran importancia a la luz del creciente desplazamiento de trabajadores con menores certificados educativos por parte de aquellos con niveles superiores de enseñanza, hecho verificado por investigaciones empíricas desde mediados de la década del setenta. En este sentido, nuevas preocupaciones fueron cobrando forma, tales como la inflación de credenciales, el credencialismo, la devaluación de las credenciales educativas y la sobre-educación.

En la década de 1980, investigaciones realizadas en Argentina por Cecilia Braslavsky demostraron que no había una relación directa entre niveles educativos más altos y mejores ocupaciones con mejores remuneraciones. Comprobaron, además, que los jóvenes empleados en las mismas ocupaciones de sus padres contaban con un nivel educativo superior, y que los altos niveles educativos adquiridos no garantizaban quedar afuera de situaciones de desempleo o subempleo. De estas investigaciones surgen diferentes aspectos vinculados a la desigualdad educativa, entre ellos el tratamiento desigual de los alumnos según su condición socioeconómica de origen, fenómeno denominado discriminación educativa.

Otro de los aspectos en cuestión es la presencia de circuitos educativos diferenciados, en donde los saberes circulantes varían claramente tanto en calidad como en cantidad, en función de la pertenencia de los actores a diferentes sectores sociales. Las desigualdades educativas no se limitarían, entonces, sólo a un problema de acceso a la educación, sino que respondían también a un proceso de segmentación y desigual calidad educativa que acentuaba y consolidaba la diferenciación de clases sociales.

A partir de 2000, la perspectiva de la segmentación educativa fue puesta en tela de juicio por distintas investigaciones. Se cuestionó la idea de la segmentación que presuponía un sistema integrado y estratificado que, de alguna manera, brindaba una identidad común. Investigaciones de la época señalaban que la crisis de la escuela media y su responsabilidad en la producción de la desigualdad educativa daban cuenta de que la secundaria argentina resultaba un espacio educativo de carácter fragmentado, desintegrado y desarticulado del sistema. Esos estudios señalaban que la escuela proveía una identidad fragmentada y autorreferencial entre los distintos grupos sociales, sin que hubiera ningún elemento capaz de articular al sistema educativo de manera integral.

Una garantía

En el contexto de estos cambios y, por lo tanto, en un contexto completamente nuevo, la estructura social ya no es la misma que la de años atrás. Se pasó de una sociedad integradora, con posibilidades de movilidad social ascendente, a una sociedad expulsora y cada vez más desigual. Para algunos sectores sociales, el pasaje por la escuela media deja de ser una estrategia de promoción individual para convertirse en el requisito mínimo para integrarse socialmente. La realidad actual invita a repensar las teorías sobre educación y trabajo en un nuevo contexto. Los distintos enfoques que explican este vínculo merecen ser revisados a la luz de las transformaciones ocurridas en los últimos años.

La relación entre la escuela media y su vínculo con el trabajo ha ido transformándose con el correr de los años. Las investigaciones señalan que, en los momentos de expansión del mercado de trabajo y de movilidad social ascendente, la educación constituía el “trampolín” que les permitía a muchos ciudadanos ascender a niveles sociales más altos. Según estas investigaciones, en situaciones de crisis de demanda laboral y contextos de movilidad social descendente, la escuela funcionaba como un “paracaídas” –como describieron María De Ibarrola y María Antonia Gallart– que amortiguaba el descenso de quienes más años habían logrado permanecer en sus aulas. De esta manera, la educación poco a poco dejó de ser el pasaporte a la movilidad social ascendente para convertirse en una herramienta que únicamente permitía conservar el espacio social de origen. Estas investigaciones destacaron el hecho de que la educación estaba fuertemente mediatizada por la dinámica del mercado de trabajo y por los procesos de crecimiento del desempleo, la informalización y la precarización.

En ese nuevo marco, la educación secundaria pasaba de cumplir funciones de integración económica y social, de preparación para la universidad y para el trabajo, a convivir con un rol de formación ciudadana y ética, vinculada con la integración en sociedad más que con el mercado de trabajo. En palabras del ministro de Ciencia, Tecnología e Innovación, Daniel Filmus, el título se concibe ahora como necesario (aunque no suficiente) para la inserción en el mercado de trabajo, convirtiéndose la escuela media en un “amortiguador” frente a la escasez en la oferta laboral. Tras haber sido un formidable motor de movilidad social ascendente, y frente a la reducción del empleo en el contexto de pandemia,  especialmente entre jóvenes mujeres, y la escasa creación de puestos de trabajo, el título de nivel medio vuelve a estar en discusión: su valor, sentido y/o mecanismo de búsqueda/acceso a obtener un trabajo de calidad.

Muchos informes recientes señalan  cuáles son los elementos que posibilitaron no “caer” y “continuar” en el mercado de trabajo en la pandemia del covid-19. Sin embargo, poco se conoce sobre lo que está sucediendo en la pospandemia.

Ahora bien, desde el campo de los estudios de juventud comienzan a aparecer nociones como las de que las acciones de los sujetos pueden ser “revertidas” –por ejemplo, el que abandonó la escuela puede volver a estudiar–, y que los actos adquieren una individualidad más relevante que en generaciones anteriores, es decir que los jóvenes se convierten en “expertos navegantes” de sus propias biografías. Los sujetos debían trazar sus trayectorias día a día, y en esos procesos la población más vulnerable y con mayores dificultades para insertarse en el mercado de trabajo formal era aquella que carecía de un título secundario. De los datos de la EPH para el total país surge que en la población de 18 a 24 años, en el 2019, aquellos que contaban con un buen trabajo y habían obtenido el título secundario eran el 12,4%, porcentaje que aumenta en la población con título universitario a 41,8%. Esos datos se corroboran en el 2021 con una leve disminución: 12% para los que tenían secundario y 39,5% para los que tenían título universitario. En el caso de la población de 25 a 30 años, los datos dan cuenta también de esta diferenciación entre la obtención de trabajos de más calidad según el nivel educativo alcanzado: en 2019 era de 32,4% con título secundario y 47,9% con título universitario, y en el 2021 era de 30% con nivel educativo medio y 48% con una carrera universitaria. Los datos procesados como “buen trabajo” dan cuenta de empleos que presentan una ocupación horaria plena, es decir entre 35 y 40 horas semanales, y son trabajos en los que se realizan aportes jubilatorios.

La asociación entre las oportunidades laborales de mayor calidad y el nivel educativo alcanzado es una vinculación que sigue vigente a pesar de la mayor desestructuración de los itinerarios laborales y educativos provocados por la transformación del régimen de acumulación capitalista en los países occidentales. Sin embargo, dependiendo del contexto económico, el peso de los aspectos coyunturales adquiere mayor relevancia en este vínculo. En este sentido, la incorporación de nociones asociadas a la temporalidad, la territorialidad y la coyuntura social, política y económica se convirtieron en un elemento clave  para analizar el binomio educación y trabajo. En este sentido, la evidencia producida a partir de una investigación-acción realizada junto con la Municipalidad de Avellaneda, en la Provincia de Buenos Aires, el período 2020-2021, da cuenta de que entre jóvenes mujeres madres en situación de extrema vulnerabilidad el haber obtenido la certificación educativa de nivel medio las posicionaba en una mejor ubicación teniendo mayores porcentajes de trabajos formales que las que no lo habían obtenido. Entre las jóvenes madres encuestadas, cerca de siete de cada diez madres jóvenes con escolaridad baja y ocho de cada diez de nivel educativo medio/alto trabajan. Si bien las proporciones de madres que realizan actividades económicas son bastante similares, se aprecian diferencias en la calidad del trabajo (o el tipo de inserción) a la que logran acceder, según la escolaridad alcanzada. En este sentido, las de mayor escolaridad son más propensas a obtener trabajos registrados (46,4%), en comparación con sus pares de menor escolaridad (14,5%). Como contrapartida, las que cuentan con menor nivel educativo tienden a estar en mayor proporción ocupadas en trabajos no registrados (52,7% versus 35,1%). También es entre las menos escolarizadas donde se aprecian más altos porcentajes de madres desocupadas e inactivas. Las de escolaridad baja son las madres que no habían obtenido el título secundario, frente al resto que sí habían finalizado el nivel medio.

Esta situación se dio a pesar de que la posibilidad de continuidad educativa y laboral se vio, en distintos momentos, interrumpida por la maternidad y fue posible gracias a la ayuda de sus grupos familiares y del acceso a jardines maternales municipales donde dejar a sus hijos.

También, datos recientes de la Encuesta Permanente de Hogares del 2021 a nivel nacional de la población joven (18 a 34 años) dan cuenta de que el nivel educativo obtenido se vincula con el tipo de trabajo que esta población tiene, diferenciándose el mayor porcentaje de jóvenes con nivel educativo de nivel medio en trabajos formales. Por lo tanto, la educación sigue siendo garantía de mejores oportunidades laborales. Sin embargo, según el territorio en el cual habiten, estas desigualdades y el peso del título educativo van a ser diferenciales: en Gran Buenos Aires, el 34,4% de las personas jóvenes de 25 a 30 años con trabajo formales son las que han obtenido el título secundario, mientras que para las personas del mismo rango de edad pero que viven en las provincias del NOA ese porcentaje desciende al 17,9%.

Es decir que el título secundario no alcanza para todos por igual; el entorno social, económico y productivo da cuenta de que los esfuerzos que la población haga para finalizar los estudios del nivel medio van a tener un valor relativo según donde vivan las personas en cuestión. Por eso es que aún queda mucho por hacer: emprender políticas públicas de crecimiento económico y generación de empleo de calidad para las juventudes argentinas y tender puentes en las posibilidades de finalizar un nivel educativo como el Secundario, que es obligatorio, con un Estado que debe grantizar posibilidades concretas de trayectorias de vida mejores para las nuevas generaciones.

 

* Doctora en Ciencias Sociales. Investigadora Adjunta del CONICET e Investigadora Principal en el Departamento de Ciencias Sociales y Educación Ciencias Humanas de UNIPE.

© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur