LA CRISIS QUE ENFRENTABA EL FALLECIDO PRESIDENTE

Las raíces de la ira haitiana

Por Frédéric Thomas*
El asesinato a sangre fría del presidente de Haití, Jovenel Moïse, se da en el contexto de una sociedad en insurrección desde julio de 2018. Barricadas, piquetes de tránsito y actividades comerciales paralizadas son frecuentes en el país más pobre de América Latina. Como analiza este artículo de 2020, en el origen de este movimiento de protesta se encuentra el enojo por el alto costo de la vida y por la extendida corrupción, de la que Moïse era cómplice.
Haití (Zach Vessels / Unsplash)

Viernes 6 de julio de 2018. La selección brasileña, muy popular en Haití, se enfrenta a los “diablos rojos” belgas en los cuartos de final del Mundial. El gobierno aprovecha la ocasión para anunciar un aumento del 38% en el precio de la gasolina. La medida, largamente ocultada, formaba parte de un acuerdo firmado con el Fondo Monetario Internacional (FMI) el 25 de febrero del mismo año. Gana el país bajo, Haití se levanta.

Menos de una hora después comenzaron las barricadas en las calles de Puerto Príncipe, la capital, como los primeros signos de una insurrección urbana que duró dos días, hasta que se retiró la medida y el primer ministro dimitió. Pero el enojo no cedió: un mes después, el 14 de agosto de 2018, una foto publicada en Twitter con el hashtag #petrochallenge se hizo viral en las redes sociales. La foto mostraba al escritor y cineasta Gilbert Mirambeau Jr con los ojos vendados y sosteniendo una cartulina que decía en creole: “¿Dónde está el dinero de Petrocaribe?” (ver recuadro abajo). Social y ético, el doble detonante del verano de 2018 ilustraba que el alto costo de la vida y la corrupción subyacían al mismo sistema: aquel que los haitianos ya no querían.

Antes de eso, en mayo de 2017, miles de trabajadores contratados por las industrias textiles de las zonas francas –en su mayoría trabajadoras– habían salido regularmente a las calles para exigir un aumento del salario mínimo, fijado entonces en 300 gourdes (4 euros) al día. Ignoradas, sus reivindicaciones se mezclaron con otro conflicto que presagiaba el levantamiento popular del año siguiente: el que rodeó la votación del presupuesto en septiembre.

El texto cristalizó la hostilidad. En el país más pobre de América Latina (casi el 60% de los haitianos viven por debajo de la línea de la pobreza), pero también uno de los más desiguales de la región, el gobierno apenas innovó. Los nuevos ingresos procedían de un aumento adicional de los impuestos que afectaba a toda la población. En cambio, los aranceles que se aplicaban al arroz, por ejemplo (reducidos del 35% al 3% en 1994), no habían cambiado, condenando a Haití a la dependencia: el 80% del arroz que se consume localmente es importado, en un mercado controlado por un pequeño grupo de ricos importadores. ¿Y para equilibrar las cuentas? Una dosis aún mayor de liberalización que el gobierno esperaba que atrajera la inversión extranjera. Pero, además de renovar un modelo que ya se había roto, el presupuesto ratificaba el mal uso del poder público por parte de la élite. Mientras el medio ambiente, la salud y la educación seguían desatendidos, el parlamento y el ejecutivo se concedían más medios discrecionalmente.

Punto de no retorno

En un hecho sin precedentes, las protestas contra el presupuesto fueron acompañadas de una forma de auditoría popular de su contenido. La operación consistía en exigir responsabilidades, literal y figuradamente. Poco a poco, el movimiento ciudadano contra la corrupción ya no apuntaba sólo a las mil y una formas de prevaricación, sino a la defraudación de la misión de servicio público de las instituciones en general, y del Estado en particular. En el cargo desde febrero de 2017, el ahora fallecido presidente Jovenel Moïse pronto se encontraría en el punto de mira.

El fenómeno se explica sin duda por el hecho de que, si bien la corrupción no era nueva, cambió de escala y se institucionalizó desde el mandato de Michel Martelly (2011-2017), del que Moïse era delfín. También era más visible ya que, más arrogante, el poder no trataba siquiera de ocultarla. La amplitud del fenómeno –que afecta a toda la clase política, al mundo empresarial y a muchos funcionarios– así como la gravedad y diversidad de las irregularidades demuestran el fracaso de todos los mecanismos de control y sanción. La impunidad llegó a tal punto que, tras ser largamente soportada y aceptada, dio lugar a una revuelta.

El fenómeno se explica sin duda por el hecho de que, si bien la corrupción no era nueva, cambió de escala y se institucionalizó desde el mandato de Michel Martelly (2011-2017), del que Moïse era delfín.

Tal vez nunca desde la caída del dictador Jean-Claude Duvalier, conocido como “Baby Doc”, en 1986, un gobierno había sido tan impopular y la oposición tan intensa y unánime, reuniendo a sindicatos, profesores, iglesias, artistas, campesinos, así como a la mayor parte del sector privado. El poder de Moïse pendía de dos hilos. Por un lado, la oligarquía local, que controla las aduanas, los puertos y los bancos y que obtiene la mayor parte de sus recursos de las importaciones, vinculadas a la subordinación de la economía al gigante norteamericano. Por otro lado, los apoyos internacionales, en primer lugar, Washington (que ha conseguido, desde 2019, un alineamiento de la política exterior haitiana con la suya en el asunto venezolano). Por su parte, el Parlamento Europeo adoptó, el 28 de noviembre de 2019, una resolución que condenaba la represión, incluida la masacre de La Saline (un barrio popular de Puerto Príncipe) en noviembre de 2019 que dejó 71 muertos. El texto reconoce que “la impunidad y la falta de interés de la comunidad internacional han avivado aún más la violencia”. Pero el texto pedía, como siempre, un diálogo “inclusivo”: una forma de apoyo al presidente que la mayoría de la población considera parte del problema y no de la solución.

Los protagonistas de las revueltas

Si bien es difícil fijar con precisión las caras de la revuelta popular, está surgiendo una nueva configuración de fuerzas sociales. En primer lugar, el “país de fuera”, para utilizar la hermosa expresión con la que el antropólogo Gérard Barthélémy se refería al campesinado haitiano, que ahora se puede aplicar a los trabajadores del sector informal, a los obreros, a la mayoría de la población, una cuarta parte de la cual vive en la extrema pobreza. La subida de los precios, alimentada por los efectos acumulados de la inflación (20%) y la devaluación de la moneda local, los ha golpeado duramente, agravando una situación en la que la supervivencia requiere un esfuerzo diario.

Luego están los jóvenes urbanos, desgarrados entre su educación de clase media y la precariedad que sufren. Son especialmente sensibles al deterioro de los derechos (aumento de la inseguridad, amenazas y represión de la prensa y de los defensores de los derechos humanos), a la captura de las instituciones públicas, a la corrupción y al creciente riesgo de descalificación. La emigración ha sido tradicionalmente la única opción para esta población, pero las puertas se están cerrando ya que varios países de acogida tradicionales (como Chile) exigen ahora visados para entrar. El movimiento ciudadano anticorrupción de los petrochallengers –surgido tras la difusión de la foto de Mirambeau Jr y del que Nou pap dòmi (no dormimos) representa el colectivo más conocido y potente–, es la expresión privilegiada de esta fuerza social nacida en el verano de 2018.

Por último, enfrentadas directamente a la inseguridad alimentaria, la falta de acceso a la salud y la violencia, las mujeres, incluidas destacadas feministas, estaban presentes en masa en las movilizaciones. El modelo neoliberal les quitó a la fuerza los servicios sociales de los que despojó al Estado. Son “el afuera del afuera”… Llevan en sus cuerpos la imposibilidad del statu quo, el rechazo a cualquier retorno a la normalidad.

La yuxtaposición de la protesta social y la revuelta ética trastocó las divisiones de clase: por diferentes canales, el comerciante informal, el joven empresario desempleado, el trabajador de las zonas francas y el funcionario público expresan la misma necesidad de respeto y dignidad, de derechos y servicios sociales, de instituciones y políticas públicas dignas de ese nombre y de soberanía popular.

Desacreditado, sin medios para satisfacer las demandas, ¿cuánto tiempo podrá aguantar Moïse? Muchos creen que su caída es segura antes del final de su mandato a fines de 2021. Si ocurriera, ¿cuándo y a qué precio? Su dimisión allanaría el camino para un cambio que ha sido trabado por la presidencia. Sería una señal de que la corrupción no es inevitable, de que la impunidad tiene un fin. El segundo paso sería el juicio de Petrocaribe en Haití y de todos los casos de corrupción, acompañado de una auditoría de la gestión pública. Entonces habría que reconstruir las instituciones para que recuperen su función primordial de servir a los ciudadanos…

¿Utopía? No más, al fin y al cabo, que sacar al Tribunal Superior de Cuentas de su letargo, hasta conseguir de él lo imposible: la publicación de dos informes de auditoría que demuestran y detallan la malversación de fondos de Petrocaribe. Abandonados a su suerte, ni la clase política, deslegitimada, ni las instituciones, debilitadas, son capaces de provocar el cambio necesario. De ahí el llamamiento, no a elecciones que, en las condiciones actuales, no podrían evitar consagrar la reproducción de lo mismo, sino a una “transición de ruptura” de la que el movimiento social sería el motor. ¿Estará la alianza que están forjando las actuales movilizaciones a la altura de tal ambición?


Petrocaribe, un acuerdo distorsionado

Petrocaribe es un acuerdo de cooperación energética lanzado en 2005 por Hugo Chávez, el entonces presidente venezolano, con una quincena de países de Centroamérica y el Caribe. La medida formaba parte de la estrategia de integración regional de Venezuela. Gracias a este acuerdo, Haití se benefició, entre 2008 y 2018, de la posibilidad de comprar petróleo venezolano a una tasa preferencial respaldada por facilidades de pago: el reembolso se hizo en un período de veinticinco años con una tasa de interés anual del 1%. El gobierno haitiano vendió parte del petróleo a un precio más alto a empresas locales, y los beneficios se utilizarían, según los términos del acuerdo, para financiar proyectos sociales y de desarrollo.

La última entrega de petróleo fue el 14 de abril de 2018. En total, se han entregado y comercializado casi 44 millones de barriles que han generado más de 4.200 millones de dólares… que apenas han beneficiado a la población. La parte haitiana del acuerdo fue objeto de una investigación parlamentaria, en agosto de 2016, y de dos informes de auditoría del Tribunal Superior de Cuentas y Contencioso Administrativo en enero y mayo de 2019, en los que se puso de manifiesto el despilfarro de fondos y un sistema de corrupción a gran escala. Aunque el acuerdo ha llegado a su fin, la mayor parte de los proyectos sociales imaginados originalmente siguen inconclusos. Sin embargo, Haití debe pagar su deuda con Venezuela.

* Politólogo, Director de Investigación en el Centro Tricontinental (Cetri). Autor de L’Échec humanitaire. Le cas haïtien, Couleur Livres, Bruselas, 2012.

© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur

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