China: eludiendo la terapia de shock y reescribiendo las reglas del capitalismo – El Dipló
EDICIÓN - DICIEMBRE 2025

China: eludiendo la terapia de shock y reescribiendo las reglas del capitalismo

Por Isabella Weber*
China esquivó la receta estándar de liberalización rápida y construyó su integración al capitalismo global bajo sus propios términos, subordinando la inserción de mercado a objetivos nacionales. En esta nota, Isabella Weber desarrolla el ascenso Chino e instala una pregunta: ¿Hay otro capitalismo posible?

Cuando China emprendió las reformas de mercado que explican su exitosa integración al capitalismo global existía una receta estándar para los países en transición hacia economías de mercado: la terapia de shock (shock therapy). La lógica de esta terapia era que había que destruir el viejo sistema para hacerle espacio al mercado. Se promovía un paquete específico de políticas: liberalizar todos los precios para permitir que se movieran libremente —ya que, desde una perspectiva neoclásica, el movimiento libre de precios es el mecanismo coordinador del mercado—. Luego, imponer austeridad macroeconómica para evitar espirales inflacionarias. Finalmente, privatizar lo más rápido posible las empresas estatales y liberalizar el comercio. Incluso los defensores más acérrimos de la terapia de shock reconocían que la privatización sería un proceso lento y complicado de construcción institucional. Por eso, el shock recaía principalmente sobre la liberalización de precios. 

China, sin embargo, no siguió esa estrategia. En su lugar, avanzó de forma tal que mantuvo el núcleo del antiguo sistema. Al principio, las relaciones de mando y orden que caracterizaban a la economía planificada continuaron vigentes. Pero se permitió a las unidades individuales producir para el mercado una vez cumplidas sus cuotas estatales. Esta lógica comenzó en la agricultura y luego se extendió a la economía industrial urbana. 

¿Por qué este fenómeno es clave para entender el auge histórico de China? En la economía global, los países ricos están altamente diversificados, produciendo de todo, desde maíz hasta microchips. Los países más pobres suelen especializarse en unas pocas materias primas simples y funcionan como proveedores del núcleo global. Si China hubiese liberalizado mediante un “shock” y no hubiese protegido las industrias construidas durante el período maoísta, probablemente habría ingresado a la economía mundial como un proveedor más de bienes simples.

Inversión, extranjera y estratégica 

A simple vista, China parecía encajar en ese modelo: se la etiquetó como “la fábrica del mundo” y exportadora de bienes producidos con mano de obra barata. Sin embargo, la estrategia siempre fue más ambiciosa. La idea era atraer inversión extranjera no sólo para exportar barato, sino para posibilitar un proceso de mejora y modernización: aprender de la tecnología y la gestión extranjeras, y construir gradualmente industrias competitivas propias.

Nada de esto era inevitable. Las comparaciones con Rusia, que sí eligió la terapia de shock, son ilustrativas: mientras la participación de Rusia en el PBI mundial se redujo, la de China se expandió, acercándose hoy al puesto de mayor economía del mundo. Al comienzo no había una hoja de ruta clara, sólo una orientación general pro-mercado. Pero las formas concretas que adoptó esa transición —el modo específico en que se introdujo el capitalismo— resultaron fundamentales para definir cómo China se integró globalmente y se desarrolló materialmente.

Los mercados como herramienta Desde la década de 1980 en adelante, el Estado chino entendió al mercado como una herramienta –poderosa, sí, pero a ser creada y manejada por el propio Estado para estabilizar la economía y alcanzar riqueza y poder nacionales–. El objetivo no era maximizar ganancias individuales, sino estabilizar el sistema económico en su conjunto. El Estado estaba dentro del mercado, y el mercado dentro del Estado. 

Esta estrategia tenía precedentes. En los 40, los comunistas ya habían utilizado mecanismos de mercado para estabilizar la moneda y los precios mediante el control de la producción de bienes esenciales. Algunos de esos mecanismos reaparecieron en los 80, a veces con los mismos planificadores al mando. El Estado compraba productos en el mercado cuando los precios eran demasiado bajos y los vendía cuando eran demasiado altos, manteniendo a raya la especulación y la inflación: una concepción que diluía los límites entre Estado y mercado. 

La experiencia china desafía la suposición de que los mercados deben dejarse completamente libres.

En contraste, desde los 70 en adelante, influenciado por Milton Friedman y pensadores anteriores como Friedrich von Hayek y Ludwig von Mises, el enfoque dominante en Occidente enfatizó la necesidad de precios libres y sin restricciones. La visión monetarista de Friedman concebía al dinero como un instrumento pasivo, y sostenía que cualquier intervención activa generaba riesgos de crisis. Una posición contradictoria: plantea que el dinero no importa y, al mismo tiempo, que es lo único que importa, ya que puede detonar una crisis. 

Tras Mao Zedong, los líderes chinos también reorientaron su enfoque hacia el desarrollo de las fuerzas productivas –una ruptura con la Revolución Cultural–. El intento de Hua Guofeng por modernizar la producción fracasó, pero el enfoque pragmático de Deng Xiaoping, “cueste lo que cueste”, puso en marcha el periodo de reforma y apertura. China se alejó de los intentos maoístas tardíos por saltarse etapas de desarrollo, y buscó, en cambio, aprender de los países capitalistas.

En los primeros años de la reforma, el Banco Mundial ayudó a organizar intercambios entre economistas de Europa del Este e investigadores chinos. Influenciados por las experiencias de Europa del Este, algunos reformistas concluyeron que el gradualismo había fracasado. Argumentaban que la reforma debía ser sistémica: diseñar un nuevo sistema objetivo y trasladar rápidamente el sistema antiguo hacia él. Este enfoque sistémico reproducía la lógica de la terapia de shock, buscando una liberalización generalizada de precios para establecer una nueva economía de mercado. Sin embargo, mientras estos debates seguían abiertos, la reforma agraria ya había comenzado. 

De esas reformas agrarias surgió otra generación de pensadores reformistas. Muchos eran jóvenes intelectuales que habían pasado sus años formativos en las zonas rurales durante la Revolución Cultural y que exploraron formas alternativas de organizar la agricultura y la economía política. Al regresar a las ciudades, impulsaron el sistema de responsabilidad por hogar, que trasladaba las cuotas de producción de las comunas a los hogares individuales. Los hogares debían cumplir con las cuotas estatales, pero podían producir libremente para el mercado por encima de esas cuotas. 

Esta reforma desmanteló las comunas –una medida radical en un país donde el 80% de la población vivía en zonas rurales–. Los mercados florecieron en el campo y el Estado se encargó activamente de vincular estos mercados rurales con la economía industrial urbana. Se generó una dinámica de demanda: los consumidores rurales pedían bienes como relojes o radios, y las empresas rurales necesitaban insumos industriales. 

Así nació un sistema de doble vía: uno planificado y otro guiado por el mercado. Los reformistas influenciados por la experiencia agrícola defendieron esta evolución desordenada de doble carril, viéndola como una forma de crear mercados gradualmente dentro del marco socialista. Las empresas empezaron a dejar de ser meras ejecutoras de planes para convertirse cada vez más en actores orientados al mercado. 

Mientras tanto, otros defendían una liberalización total y rápida, al estilo del “gran salto” de Alemania Occidental en la posguerra. Milton Friedman citaba como ejemplo de éxito la liberalización nocturna de precios realizada por Ludwig Erhard. 

China estuvo cerca de aplicar este enfoque en 1986. Zhao Ziyang encargó planes para una reforma de precios completa. Pero las advertencias de escépticos –informados por las experiencias de Hungría y Yugoslavia– ayudaron a frenar la iniciativa. Delegaciones chinas que viajaron a esos países escucharon de primera mano cómo la liberalización rápida de precios sin mercados competitivos había llevado a espirales inflacionarias y caos económico. 

En 1988, Deng Xiaoping apoyó un nuevo impulso para una reforma de precios integral en medio de crecientes tensiones sociales e inflación. Pero más advertencias —incluidas las del economista ordoliberal alemán Herbert Giersch— hicieron cambiar de parecer a los líderes chinos. Giersch sostenía que Alemania, tras la guerra, contaba con empresas capitalistas funcionales; China no. Liberalizar precios sin actores de mercado existentes no crearía una economía de mercado funcional. 

El anuncio de reformas radicales en 1988 desató el pánico. Hubo corridas bancarias. La gente acaparó bienes duraderos como aires acondicionados por miedo a la inflación. La estabilidad se derrumbó. Ante la presión desde abajo, Deng dio marcha atrás y archivó los planes. Este tumulto económico fue parte del telón de fondo de las protestas de 1989. Reformistas gradualistas como Zhao Ziyang expresaron solidaridad con los manifestantes. El llamado de Zhao al diálogo le costó el cargo y terminó bajo arresto domiciliario. Muchos gradualistas se exiliaron, desaparecieron de la vida pública o migraron al sector privado, mientras que reformistas más radicales ganaban influencia.

Hacia un capitalismo diferente 

A pesar de estos episodios, China evitó aplicar una terapia de shock total. Las privatizaciones y liberalizaciones avanzaron en los 90, pero con prudencia. El objetivo no era desmantelar, sino modernizar la base industrial construida durante el período maoísta –mejorar las empresas estatales, no destruirlas–. La experiencia china desafía la suposición de que los mercados deben dejarse completamente libres. Muestra que pueden ser herramientas poderosas, pero también plantea preguntas más profundas: ¿pueden los mercados seguir siendo herramientas o, como advertía Karl Marx, inevitablemente se vuelven fuerzas autónomas, pasando de herramientas a máquinas? En definitiva, ¿pueden subordinarse a objetivos colectivos o acaban siempre imponiendo su propia lógica? 

Durante un tiempo, China demostró que las fuerzas del mercado podían ser contenidas dentro de un proyecto político mayor. Pero evitar la terapia de shock no es lo mismo que rechazar el capitalismo. China construyó capitalismo… de un tipo diferente. Estudiar los debates reformistas de los 80 ayuda a explicar el camino que tomó el país. En última instancia, la experiencia china subraya la importancia del contexto histórico, de las especificidades institucionales y del pragmatismo estratégico –y alerta sobre los peligros de creer en recetas únicas para transformar una economía–.

* Economista política alemana. Autora de Cómo China escapó a la terapia de choque (FCE, 2025).

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