Ambiente y desarrollo en la era del «vale todo»
Permítanme empezar esta nota reseñando un posteo de Instagram de una organización ecologista juvenil de Argentina (1). Un apuesto muchacho —que además apuesto a que ha puesto su encomio en favor de las causas climáticas por sobre cualquier otro propósito personal— nos explica de frente por qué para defender a los ecosistemas aún vigentes es preferible vivir hacinados en un pequeño monoambiente urbano que en la naturaleza. “Para salvar al planeta hay que vivir en departamentos”, alecciona desde el comienzo, en busca de esa sorpresa que capture a su interlocutor. “Vivir en una casa rodeada de naturaleza es más perjudicial para el planeta que vivir en la ciudad”, observa antes de desplegar los “inconvenientes” aparejados: impediríamos el funcionamiento “natural” de los ecosistemas, ocuparíamos suelo productivo, incrementaríamos la huella de carbono por tener que viajar en auto hasta un supermercado y se usaría más energía para llevarle servicios a quien decida morar en un bosque o en un barrio alejado del centro urbano…Todo sostenido por una extraña fundamentación: “La humanidad decidió vivir en ciudades porque nos conectan y nos acercan a familia, amigos y desconocidos”, ilustra el muchacho.
Primera conclusión: el debate alrededor de las cuestiones ambientales ha sufrido un deterioro evidente y debemos hacernos cargo de la pérdida de espesor de las postulaciones acerca de la relación entre la sociedad y la naturaleza.
Segunda conclusión, a fundamentar: el negacionismo no nace de la nada.
¿Hacia dónde se dirige la disputa ambiental?
La contracara epocal de estas lábiles argumentaciones es precisamente el negacionismo ambiental y climático. Una irrupción del hipermercado (es decir, del mercado llevado a su potencia máxima) postula sin rubores que la actuación del capital privado sobre los recursos naturales debe ejercerse sin ningún freno, puesto que “el calentamiento global y el ambientalismo integran una agenda marxista” que quiere destruir el capitalismo, como sostiene Carlos Maslatón en la red social X (2). O sea que de un lado están aquellos que explican que toda política ambiental retrasa (o impide) el desarrollo capitalista, y que por eso hay que eliminarla, y enfrente están aquellos cuyo conservacionismo o proteccionismo se asemeja cada vez más a una caricatura.
Si hay algo que estas dos posturas parecen revelar es el agotamiento argumental de la disputa ambiental tal como la conocimos en los últimos treinta años. Hasta comienzos de los 90, parte de la sociedad civil occidental acumuló conceptuosas y fundamentadas críticas respecto de las anomalías ecológicas derivadas del modelo de consumo instaurado en la posguerra. Su ícono y estandarte fue el libro de la bióloga Rachel Carson, Primavera silenciosa, en el que reveló los primeros y devastadores síntomas de los alabados pesticidas sobre la vida silvestre. Carson puso de manifiesto, con datos científicos irrefutables, el costo ambiental del capitalismo occidental. Este fue el sostén intelectual de los primeros grupos ambientalistas que gestionaron la gran movilización del 22 de abril de 1970 en Estados Unidos —fecha luego designada como el Día de la Tierra— la cual impuso la creación de la primera agencia gubernamental de control ambiental (Environmental Protection Agency). No obstante, no hay que cansarse de decir que, además de sus fracasos económicos e institucionales, el sovietismo también fue un potente tanque destructor de la vida silvestre y la geografía, aunque con dos particularidades: lo hacía en nombre del pueblo y el progreso, y blandía la insólita tesis de que la presunta bondad intrínseca del socialismo científico garantizaría la armonía entre sociedad y medio natural. Falacias constatadas en al menos dos de los dramas ambientales más rotundos en la historia de la humanidad: la desaparición física del Mar Aral y la catástrofe nuclear de Chernobyl (abril de 1986).
Se defiende al medio ambiente como si se tratara de una minoría más que demanda protección.
La caída del socialismo soviético dejó al capitalismo en soledad para exhibir su hipotético triunfo ideológico, pero también para recibir las críticas respecto de las anomalías del sistema triunfante. De hecho, de 1990 a 2023, el forzamiento radiactivo (esto es, el efecto de calentamiento de nuestro clima) causado por los gases de efecto invernadero de larga duración aumentó un 51,5%, siendo el CO₂ el responsable de cerca del 81% de ese incremento, según el índice anual de gases de efecto invernadero (AGGI) de la Oficina Nacional de Administración Oceánica y Atmosférica (NOAA) citado en el boletín de la Organización Meteorológica Mundial. Pareciera que tanto en el plano social —la unipolaridad disparó la inequidad económica en el planeta— como en el ecológico —la crisis climática se profundizó escandalosamente tras la caída del Muro (3)—, la coexistencia de dos sistemas político-económicos opuestos obligaba al capitalismo a suavizar sus rasgos más brutales.
Luego, en los años posteriores, quizás a sabiendas del fracaso que significó la gestión de los recursos y la transición energética destinadas a cambiar la tendencia negativa de la crisis ambiental y climática, el capitalismo manifestó una fuerte propensión a internalizar el discurso ambientalista, como bien señalan Tagliavini y Sabbatella (4). En el imaginario de la nueva batalla contra el neoliberalismo, lo políticamente correcto integró a lo ambiental como uno de los presuntos pilares irremplazables de cualquier gestión pública. Así fue cómo Francia cuestionó duramente la voracidad bolsonarista respecto de la Amazonia, al punto de sugerir una política de conformación de un “estatus internacional” para ese ecosistema. Eso ocurrió antes de la pandemia. Luego, nada fue igual.
Los tiempos de encierro por el Covid 19, con imágenes de la naturaleza rehabitando los sitios de los que había sido violentamente expulsada durante 200 años, alimentaron la fantasía de “volver mejores”. Un infantilismo. Tras la pausa impuesta por la pandemia, todo volvió más feroz: la economía para recuperar lo perdido en ese lapso y, la ultraderecha, autoproclamada la nueva encarnación del capitalismo “auténtico”, para fortalecer su papel negacionista.
Conservación y explotación, una tensión de derecha a izquierda
El retorno de la “normalidad” post-pandémica agudizó una contradicción que ya aparecía latente: para obtener el desarrollo y el bienestar de países atrasados, a los recursos naturales que aún perviven en sus territorios, ¿se los protege, se los conserva, se los explota “racionalmente”? ¿O se los expolia sin miramientos y sin rubores ni culpa?
Hasta la pandemia esa tensión se reproducía de derecha a izquierda con matices. En la derecha del dial político la discusión era alrededor de cuánto había que “conservar”. Se trataba de la tradicional ficción de los parques nacionales como modo de preservar lo que, por fuera de sus límites, el mercado extingue. En la izquierda o en el progresismo la disputa era cuánto ambiente es necesario sostener para garantizar que esos recursos naturales —a través de su explotación— provean bienestar a la población y no desaparezcan de cara a las “futuras generaciones”. Tal tensión en los sectores populares derivó en que lo ambiental, que debería funcionar como un eje de la promoción de un desarrollo inclusivo, dejara paulatinamente de ser un elemento constitutivo de la concepción económica del progreso material para, en cambio, pasar a ser una tribu más cuyos derechos identitarios se deben respetar: lo woke, según la percepción de Susan Neiman (5). Justamente, Neiman cuestiona la sobreutilización de lo woke por parte de los sectores progresistas como un modo de extirpar a la izquierda de sus reivindicaciones históricas y convertirse en un promotor de la “posicionalidad”: lo identitario como fin en sí mismo (6). Se defiende así al medio ambiente como si se tratara de una minoría más que demanda protección y no de un elemento crucial en el desenvolvimiento de una sociedad respecto de su entorno.
Algo de eso se filtró en las posturas progresistas desde que el mundo occidental decidió integrar lo ambiental a su discurso, mas no necesariamente a su práctica. Todo político progresista que se precie agrega al final de su compromiso con el desarrollo económico en base a los recursos naturales la monserga correspondiente al compromiso ambiental de ese proceso.
Aunque hay versiones descarnadas.
A comienzos de la década del 2010, Argentina se debatía alrededor de la necesidad de contar con una ley de glaciares, puesto que el ambientalismo había constatado que el agua provenía de esos cuerpos de hielo y que el calentamiento global los estaba disminuyendo. La política —con los matices señalados— se aupó al debate. Y se produjo un hecho que exhibe las contradicciones del progresismo. La ley de glaciares fue vetada por el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner con un argumento imposible de malinterpretar: la prohibición de la exploración y explotación minera o petrolífera en áreas de glaciares “daría preeminencia a los aspectos ambientales por encima de actividades que podrían autorizarse y desarrollarse en perfecto cuidado del medio ambiente” (7). Lo lógico, para quien escribió los ejes conceptuales del veto, es dar prioridad a las actividades productivas –que son representativas de intereses particulares aun cuando derramen beneficios sociales— por sobre los intereses ambientales (8).
En el mundo se reprodujo esa tensión. Los que desde posiciones más a la izquierda cuestionaron la falta de resultados para detener la tendencia creciente de la crisis ambiental y climática fueron descalificados como “fundamentalistas” o epítetos peores como “ecologistas extremistas”. Y la batalla cultural ambiental comenzó a ser disputada por el negacionismo con el siguiente argumento: la mera postulación de la necesidad de cuidar el ambiente resultó ser inútil para ese objetivo y tampoco permitió obtener resultados en materia económica que, presuntamente, se conseguirían si se levantara toda restricción para la explotación de los recursos.
Pareciera que hoy nos encontramos en esa encrucijada. El modo capitalista de producción y explotación de los recursos que enuncia su preocupación por el ambiente no ha logrado detener la crisis. El modo ultracapitalista “libertario” que proponen los Trump o los Milei o los Bolsonaro conduce a una destrucción en la misma dirección, aun más acelerada.
“La catástrofe se avecina”, decía Slavoj Žižek (9).
“El cambio climático constituye el mayor fracaso del mercado jamás visto en el mundo”, sostuvo el economista Nicholas Stern (10).
Parece inviable que sea el mercado quien lo resuelva.
1. https://www.instagram.com/reel/DGjNxI0xA-q
2. https://x.com/CarlosMaslaton/status/1857831342224060575.
3. https://wmo.int/es/news/media-centre/las-concentraciones-de-gases-de-efecto-invernadero-se-disparan-una-vez-mas-nuevo-record-en-2023
4. Damiano Tagliavini e Ignacio Sabbatella, “Marxismo ecológico”, revista Herramienta Nº 47, Buenos Aires, 2011.
5. Susan Neiman, La izquierda no es woke, Debate, 2024.
6. Mariano Schuster, “La izquierda y lo woke”, revista Supernova, 2025.
7. https://www.argentina.gob.ar/normativa/nacional/decreto-1837-2008-146980/texto
8. Sergio Federovisky, Los mitos del medio ambiente, Capital Intelectual, 2011.
9. https://elpais.com/diario/2008/05/01/opinion/1209592812_850215.html
10. https://www.iaea.org/sites/default/files/48205692528_es.pdf
* Biólogo, periodista ambiental, viceministro de Ambiente de la Nación entre 2019 y 2023.






