El regreso de la política industrial: geopolítica, clima y la nueva lógica del capitalismo – El Dipló
EDICIÓN - DICIEMBRE 2025

El regreso de la política industrial: geopolítica, clima y la nueva lógica del capitalismo

Por Federico Merke*

Pocas ideas han pasado tan rápido del desdén tecnocrático al consenso transversal como la política industrial. Durante años, su sola mención olía a fracaso: ministros eligiendo perdedores, fábricas zombis sostenidas por patriotismo contable y un aire general de melancolía por el pasado fabril. Hoy, en cambio, vuelve con otro relato: ya no como nostalgia sino como estrategia. Competir con China, asegurarse chips y baterías, mitigar el cambio climático, reanudar el contrato social con regiones golpeadas por la desindustrialización: todo eso, de pronto, exige algo más que la mano invisible.

Volver a intervenir

Lo nuevo no es tanto el regreso del Estado sino el tipo de misión que se le asigna. Ya no se trata sólo de producir más, sino de producir distinto. Esta vez, la política industrial es verde. Pretende descarbonizar sin descomponer el tejido productivo; convertir a los campeones marrones en verdes, y construir, de paso, capacidades propias en sectores estratégicos como el hidrógeno, los semiconductores o las renovables.

La evidencia es cuantitativa y contundente. Según Simon Evenett y sus colegas, en 2023 se adoptaron más de 2.500 medidas de política industrial en el mundo, muchas como reacción en cadena: cuando una gran economía subsidia, otra suele seguirla en menos de un año. El FMI habla de un 74% de probabilidad de que esto ocurra. El juego no es limpio ni multilateral: es defensivo, oportunista y, sobre todo, caro.

Porque si algo no ha cambiado es la herramienta. El nuevo consenso usa viejas fórmulas: subsidios, regulación, compras públicas, contenido local, controles a la inversión, barreras al comercio. La política industrial puede ser todo eso a la vez. Pero no todos los países pueden permitirse todo. El tamaño del músculo fiscal sigue marcando la diferencia entre quienes diseñan el futuro y quienes lo importan.

Algunos ejemplos. La Inflation Reduction Act (IRA) de Washington destinó 369 mil millones de dólares en exenciones fiscales y gasto público para impulsar desde la energía limpia hasta la resiliencia climática. El plan Made in China 2025 canaliza subsidios hacia diez sectores estratégicos, desde la robótica hasta la industria aeroespacial. La Chips Act de Bruselas compromete 43 mil millones de euros para asegurar una porción de la cadena global de semiconductores. La Misión de Hidrógeno Verde de Nueva Delhi apuesta 2.300 millones de dólares para convertir a India en un productor líder. Y el plan Nueva Industria Brasil promete 300 mil millones de reales para fortalecer a los campeones nacionales en salud, defensa y agroindustria. Los detalles varían, pero el mensaje es común: las grandes economías del mundo ya no están dispuestas a dejar en manos del mercado qué se produce, dónde y por quién.

Las zonas grises

La política industrial es, sin embargo, profundamente política. No sólo por su contenido sino por las coaliciones que busca construir. Lo interesante de la IRA de Joe Biden fue que, al no gravar el carbono sino subsidiar la descarbonización, logró evitar el rechazo social que suele generar una política ambiental “punitiva”. Fue, sí, menos eficiente económicamente, pero más vendible políticamente. Distribuyó beneficios en casi todos los Estados, muchos de ellos republicanos, como una suerte de green pork barrel inspirado en el complejo militar-industrial. Lockheed Martin, el mayor contratista del mundo, produce su avión F-35 en 45 Estados. Aunque no fue suficiente, Biden entendió la lección: una Revolución Verde necesita raíces electorales, no sólo fundamentos éticos.

El regreso de Donald Trump, sin embargo, plantea un serio desafío a la política industrial diseñada por Biden. Trump dice querer “traer la industria de vuelta”, pero lo hace desmantelando los pocos instrumentos que realmente podrían ayudar a hacerlo. Donde Biden ofreció un programa, Trump ofrece reflejos. Donde Biden armó coaliciones productivas con horizonte tecnológico, Trump despliega tarifas. Pero el regreso de los aranceles como herramienta económica no responde a una estrategia coherente de reindustrialización sino a un impulso defensivo, reactivo, casi visceral. La protección sin transformación es sólo aplazamiento. La experiencia argentina, entre otras, muestra eso: nadie industrializa a fuerza de aduanas.

Pero conviene no romantizar. Donde hay intervención, hay distorsión. Y donde hay distorsión, hay rentas. Los paneles solares estadounidenses, por ejemplo, hoy son más caros que sus pares chinos. Y como resultado, los consumidores pagan más por una energía que debería ser más barata. Algo similar ocurre con los autos eléctricos. Aunque aceleran la transición energética, también concentran poder en quienes fabrican baterías, un mercado donde China domina. El resultado es paradójico: la Unión Europea, por ejemplo, promueve el auto eléctrico para reducir emisiones y reforzar su autonomía energética, pero en el corto plazo la producción beneficia más a Changchun (China) que a Wolfsburgo (Alemania). La política industrial es también un ejercicio de trade-offs, y no siempre salen como uno espera.

Otro dilema aun más estructural es el que enfrenta descarbonización con crecimiento. La historia económica muestra que más actividad significa más emisiones. El desafío es desacoplar ambos procesos, crecer sin contaminar. Pero la transición es asimétrica. China abre minas de carbón mientras lidera la inversión en renovables. India, segundo productor mundial de carbón, depende de él para tres cuartas partes de su electricidad, y millones de empleos dependen de ese sector. El propio gobierno de Narendra Modi anunció que triplicará su producción para 2028. La energía limpia convive, todavía, con la energía sucia. Porque ningún país quiere prescindir del crecimiento, ni siquiera en nombre del planeta.

Una de las tensiones más delicadas, y menos reconocidas, del retorno de la política industrial es su efecto centrífugo sobre el orden económico global. En nombre de la autonomía estratégica, los gobiernos redescubren con entusiasmo las herramientas del intervencionismo: subsidios, compras públicas, requisitos de contenido local. Pero estas medidas, cuando se aplican en economías avanzadas, no son neutras ni cosmopolitas. Según datos recientes del Banco Europeo de Reconstrucción y Desarrollo, el 90% de las políticas industriales adoptadas en países desarrollados discriminan de algún modo contra intereses extranjeros. Lo que se presenta como revitalización industrial es, en muchos casos, una forma elegante de exclusión.

El problema no es moral, es sistémico. A más política industrial, más fricción comercial. A más subsidios domésticos, más tentación proteccionista. Y con cada medida que prioriza la producción nacional, se erosiona un poco más la lógica de integración que, con todos sus defectos, estructuró el comercio global en las últimas décadas. Un escenario plausible, entonces, no es una nueva era dorada de manufactura sino un mundo más fragmentado, más litigioso, más desconfiado.

En última instancia, la política industrial no es sólo una herramienta económica. Es una manifestación del nuevo Zeitgeist: un capitalismo más estratégico, más estatal, más consciente del poder y del planeta. Pero también más propenso a las tensiones, los desequilibrios y las contradicciones. Las políticas verdes prometen salvar el clima, reconstruir la clase media y contener a China. Que puedan hacer las tres cosas a la vez es todavía una hipótesis de trabajo.

El péndulo industrial y los márgenes del mapa

El regreso de la política industrial en el Norte, celebrado como pragmatismo ilustrado o como defensa legítima ante un mundo más hostil, tiene otra lectura desde el Sur. No es que los países en desarrollo se opongan a un Estado más activo. Al contrario, muchos llevan décadas reclamando espacio para ello. El problema es el doble estándar. Cuando ellos subsidian, es distorsión. Cuando lo hacen Estados Unidos o la Unión Europea, es resiliencia. En esta nueva carrera por tecnologías limpias, autonomía estratégica y campeones nacionales, el Sur global no sólo corre desde atrás: lo hace en una pista que otros están redibujando sobre la marcha.

Hacer política industrial desde la periferia rara vez es un acto de voluntad soberana. Más a menudo, es un ejercicio de contención y restricciones. En teoría, el manual exige al menos dos condiciones: espacio fiscal y capacidad administrativa. Pero muchos países del Sur carecen de ambas. Allí donde no hay ni recursos ni instituciones sólidas, la política industrial tiende a reducirse a su versión más rudimentaria: prohibir, restringir, licenciar. La desigualdad fiscal se convierte, sin mediaciones, en desigualdad industrial y climática. Como ironizó John Kerry: “Les hemos dicho a todos que hagan lo mismo”. Pero no todos pueden.

Las grandes economías del mundo ya no están dispuestas a dejar en manos del mercado qué se produce, dónde y por quién.

Y cuando estas herramientas precarias se aplican en contextos de gobernanza débil, el riesgo no es sólo la ineficacia, es la captura. La política industrial deja de ser una estrategia de transformación productiva y se convierte en un mecanismo de distribución de rentas: gana el que más lobby tiene, no el que más innovación promete. Se premia al insider, no al emprendedor. El desarrollo queda rehén de relaciones de poder opacas, mientras el discurso del Estado desarrollista disimula prácticas de favoritismo.

Sin recursos para subsidiar ni mercados grandes para escalar, muchos países optan por fórmulas defensivas. India impone requisitos de contenido local; Brasil invierte en renovables sin abandonar el petróleo; Nigeria y Egipto recurren a aranceles y cuotas. A menudo, industrializar significa poco más que impedir que el competidor cruce la frontera.

Y el giro proteccionista del Norte no hace más que profundizar estas tensiones. No sólo porque encarece tecnologías limpias o cierra mercados estratégicos, sino porque obliga al Sur a moverse en un tablero que no diseñó. La rivalidad entre China y Occidente no es simplemente una disputa entre grandes potencias: es un laberinto para quienes dependen de ambas. Y en esa tensión, lo que se erosiona no es sólo el crecimiento, sino la autonomía.

En este contexto, la política industrial del Sur no puede darse el lujo del maximalismo. Debe ser selectiva, pragmática y tecnológicamente orientada. América Latina ofrece un ejemplo posible: apostar por sectores con potencial exportador y capacidades latentes, como el litio, el hidrógeno verde o las energías renovables, pero con contenido tecnológico local. Sin músculo fiscal para repartir subsidios a gran escala, los Estados aún pueden jugar con lo que sí tienen: poder de compra, regulación, estándares. Lo central no es cuánta inversión se atrae sino cuánta tecnología se transfiere y qué capacidades quedan en casa. Sin aprendizaje, todo enclave es estéril.

En un mundo que se fragmenta, la sensatez está menos en perseguir un orden global en descomposición que en construir alianzas regionales, integrar cadenas de valor y compartir agendas de desarrollo. A diferencia del Norte, que reindustrializa para recomponer su clase media perdida, el Sur tiene otra tarea: diseñar una política industrial no para reparar exclusiones pasadas, sino para evitar las que vienen. Producir, sí. Pero también decidir con qué reglas, para quién y hacia dónde.

El regreso de la política industrial marca una inflexión en la economía global. Pero no es una restauración. Es una reinvención. Y como toda reinvención, distribuye oportunidades de manera desigual. Para el Sur global, el desafío no es sólo no quedarse afuera. Es que el nuevo mapa no repita el viejo guión.

* Politólogo. Director de la Maestría en Política y Economía Internacionales de la Universidad de San Andrés.

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