Una centralidad periférica. Cómo Polonia reescribió su lugar en Europa
“Construimos capitalismo sin capital.” Con estas palabras, Jan Krzysztof Bielecki, el segundo Primer Ministro polaco después del comunismo, resumió lo que supo ser la ambición nacional en 1989: dar el salto desde una economía controlada por el Estado al mundo de los mercados libres pero sin la base financiera o industrial doméstica que Europa Occidental daba por sentada. En el momento de la caída del Muro de Berlín, el PIB per cápita de Polonia estaba muy por detrás del de la Alemania que pronto se reunificaría: una asombrosa proporción de 13 a 1, una brecha incluso mayor que la que separaba a Estados Unidos de México.
La caída del Muro reveló uno de los contrastes económicos más marcados jamás vistos entre países vecinos. Alemania era una economía industrial madura, con autopistas limpias, logística eficiente y mano de obra calificada. Polonia y gran parte de Europa del Este, en cambio, lidiaban con infraestructura obsoleta, industrias pesadas dependientes de los mercados soviéticos y una herencia de planificación centralizada. La geografía suele igualar el desarrollo a través del comercio, la migración y la seguridad compartida, pero la Europa de la Guerra Fría fue una excepción: se necesitó alambre de púas, muros ideológicos y fronteras rígidas para mantener esas disparidades.
Los 90 trajeron una ola de integración que transformó esa imagen. Alemania presionó para que “Occidente” se extendiera hasta su frontera oriental, mientras que otros miembros de la Unión Europea eran más reticentes a adoptar a los “huérfanos” poscomunistas. Europa del Este emprendió su transición capitalista en gran medida como subcontratista: componentes prefabricados llegaban como kits de Lego sellados para ser ensamblados por mano de obra barata y disciplinada, y luego exportados con un valor agregado mínimo. Durante esta fase, los bajos salarios impulsaron la inversión extranjera. Entre 1992 y 2014, los salarios en Polonia cayeron del 63% del PBI –comparable al de la actual Alemania altamente sindicalizada– al 46%, el segundo más bajo de la UE. Para 2016, las fábricas de automóviles alemanas pagaban a sus trabajadores 3.122 euros al mes, casi cuatro veces más que los 835 euros que ganaban sus pares polacos, checos, eslovacos o húngaros por trabajos similares.
Era un modelo de alta dependencia de tecnología, capital y mercados extranjeros. Pero cuando Polonia ingresó a la UE en 2004, el mapa económico cambió. La membresía desbloqueó fondos europeos y dio libertad de movimiento y acceso a un mercado laboral mucho más amplio. Entre 2010 y 2016, Polonia recibió anualmente transferencias de la UE equivalentes al 2,7% de su PIB, mientras que un 4,7% se destinó a beneficios para inversores occidentales.
Sin embargo, estas transferencias no fueron sólo flujos financieros. La membresía en la UE transformó el paisaje físico y social de Polonia: se construyeron o modernizaron carreteras, puentes, líneas ferroviarias y aeropuertos con fondos europeos, y regiones enteras que habían estado aisladas de las principales cadenas de suministro pasaron a formar parte de una red logística continental. También mejoró la infraestructura social, especialmente el acceso a la educación superior. Estos cambios crearon una nueva base para el crecimiento, fundamentada no sólo en bajos costos laborales sino también en capital humano mejorado y mayor conectividad.
Esa integración dio frutos durante la crisis financiera de 2008, cuando Polonia se convirtió en una isla de crecimiento en un continente golpeado por la recesión –protegida en parte por su alineación económica con Alemania–. Para 2023, Alemania absorbía el 28% de las exportaciones polacas, mientras que sólo el 6% de las exportaciones alemanas iban en sentido contrario.
En las tres décadas que siguieron a 1989, Polonia experimentó el período de crecimiento ininterrumpido más largo de la historia europea: el PBI creció diez veces en términos nominales y seis veces en poder adquisitivo; la tasa de desempleo cayó a un mínimo histórico del 3%; la mortalidad infantil descendió por debajo del nivel de Canadá; la esperanza de vida femenina superó la de Estados Unidos, y los índices de criminalidad violenta bajaron por debajo de los del Reino Unido. Hoy, la infraestructura de Polonia rivaliza con la de Europa Occidental: las autopistas son modernas y los principales centros urbanos son cada vez más comparables en calidad de vida con las metrópolis occidentales.
La llegada del gobierno de Ley y Justicia (PiS) –en el poder entre 2015 y 2023– marcó un retroceso en el Estado de Derecho y los derechos de las mujeres, así como un aislamiento en política exterior. Sin embargo, también expandió las transferencias sociales, lo que contribuyó a una disminución en el Índice de Gini –una medida de desigualdad post-impuestos y transferencias– del 31,8 al 28,9, aproximadamente el nivel de Dinamarca.
La industria automotriz es emblemática de estas transformaciones. Inicialmente restringida a tareas simples de montaje, Polonia y sus vecinos escalaron en la cadena de valor, produciendo localmente componentes de alta calidad en lugar de importarlos desde Alemania. Pasaron de ensamblar automóviles terminados a exportar motores y, más recientemente, baterías para vehículos eléctricos. Esta escalada orgánica en la cadena de suministro suscitó una pregunta natural: si ya existe la capacidad humana y técnica para producir automóviles enteros, ¿por qué no hacerlo completamente en casa?
La trayectoria de Polonia pone de relieve una redefinición más amplia del centro y la periferia dentro de Europa. En 1989, Polonia estaba en los márgenes económicos: una plataforma de montaje de bajo costo para las cadenas de suministro occidentales, fuertemente dependiente de la tecnología y los mercados extranjeros. Tres décadas después, se convirtió en un nodo clave dentro de esas cadenas, aportando no sólo mano de obra sino también componentes cada vez más sofisticados y capacidades de ingeniería. La brecha con Alemania persiste, pero ya no está definida únicamente por la dependencia. En su lugar, refleja una relación dinámica en la que Polonia ha aprovechado la integración, la financiación de infraestructuras y el desarrollo del capital humano para acercarse al núcleo continental.
Lo que comenzó como un intento de adaptarse al nuevo sistema económico ha evolucionado en algo más complejo: un país que ingresó a la economía global como subcontratista, pero que ahora compite por roles de mayor valor, no simplemente siguiendo instrucciones, sino diseñando, innovando y produciendo. Polonia comenzó siendo la línea de montaje de Europa y devino en uno de los motores industriales del continente, prueba de que los roles periféricos no tienen por qué ser permanentes.
* Socióloga polaca, consultora de política social y económica en la Oficina de Investigación de UNICEF, investigadora en la Academia Polaca de Ciencias y cofundadora de la Fundación Kalecki (Varsovia).






